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Quiero comentar la carta de la licenciada Katia Gibaja en la que reivindica a Tupac Amaru II. Me gusta la erudición histórica y la atención que presta a un personaje al que la historia occidental reconoce con ambigedades. Es el símbolo de una lucha reivindicatoria de una nación, la nación andina, que sucumbió ante el poderío de las fuerzas europeas; no obstante, la reconstrucción histórica excluye emociones y embanderamientos. La civilización inca acreditó logros extraordinarios, aunque su evolución no superó la que alcanzaron, tres mil años antes, los egipcios.
Tampoco cabe idealizarla, contraponiéndola con los españoles como el bien y el mal.
Los incas fueron déspotas, violentos y tan expansivos como cualquier civilización que creciera en medio de innumerables pueblos que no logran salir de los estadíos más arcaicos de la civilización. Hablar de “genocidio” en este caso es una petición de principio o, al menos, requiere cierto análisis profundo. Tupac Amaru II era un aristócrata que utilizó la violencia. El mató a un corregidor y la venganza fue un intento descuartizamiento. La idealización de este revolucionario no es histórica, porque mitifica. La historia no es un relato de los buenos y los malos. Es, simplemente, la historia.
Javier Lapuente
Buenos Aires