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Laberintos humanos. Obstinado en el dolor
Carla Cruz había perdido el celular con que se comunicaba con el Abuelo Virtual. Por eso no recibía sus consejos y esperaba que Pablo le perdonara la muerte de Pedro, a quien ella mató sin saber quién era. Pablo no la acusaba de haberlo hecho con intención, pero se obstinaba tercamente en su dolor.
No perdonarla se fue convirtiendo en la razón de sus días y su congoja. Toda su infancia había buscado al hermano perdido, al que encontró tarde ya, y así como así, tras tantos combates en los que pudieron esquivar la muerte, Pedro cayó ensangrentado cuando atacaron a Carla junto a los Varela.
Lo cierto es que tampoco la había atacado, pero ella aún no lo sabía. Corrían en sus motocicletas por la playa del río cuando ella, viéndolos ya encima, se defendió. No podía culparla por eso, nadie puede saber que los espantos sólo asustan como los perros que ladran. Nadie puede saber que, por tantos siglos, los Varela estaban condenados a asustar por donde fueran.
Nadie, salvo ellos. Aquellos que a mediados del siglo XIX, tras pedirle reiteradamente a Urquiza que acaudillase la rebelión, se lanzaron para detener la injusta masacre con que Mitre condenaba al Paraguay, y se alzaron en sus llanos creyendo que podían vencer. Eso era historia vieja, muy antigua pero encarnada.
Habían recorrido estas provincias para ser derrotados por los nacionales y exiliarse, pero habían quedado en el relato de las gentes, porque cuando llegaban perseguidos, los patrones repetían la noticia de que Felipe Varela matando llega y se va.