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Laberintos humanos. Tibieza salada
Así andamos por siglos condenados a estar asustando porque eso se dice de nosotros, le dijo el Varela a Carla Cruz. Carla se había vuelto para buscar la mirada de Pablo, que le esquivó la vista haciéndose el desentendido. No la perdonaba pero ella quería darle otra oportunidad que él no aceptaba.
Usted es la primer mujer que no se escapa al vernos, le dijo el Varela. Y hace cientos de años que andamos estas provincias sin saber ya donde habremos de llegar, le dijo y Carla Cruz lo miró a los ojos y vio en ese hombre al jovencito que hace un innumerable tiempo dejó su tierra para seguir a su caudillo.
Usted es la primera mujer que no se escapa, le dijo y ella extendió su mano para acariciarle la barba. Vio que las lágrimas del Varela le mojaban la mano, sintió la tibieza salada en su mano y le preguntó cómo se llamaba. No tenemos nombre ya, le dijo, y si lo tenemos lo hemos olvidado, niña.
Todos somos Varela y somos espanto, dijo bajando la mirada pero ella le alzó el rostro. No podemos quedarnos acá, le dijo ella pensando en que ya no soportaba la obstinación de Pablo en su dolor. Soy sólo una mujer entre tanto hombre, le dijo al Varela que se puso de pie. Desertaría por ti, le dijo él.
El caudillo no es mal hombre, va a comprender y hasta se va a alegrar de que sea feliz, le dijo y ella volvió la vista como dándole una última oportunidad a Pablo de que la perdonara, pero Pablo arrojó sus ojos hacia el dolor y no quiso mirarla. Así, no vio como el Varela montaba en su moto y Carla se abrazaba a sus espaldas y partían.