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Laberintos humanos. Preguntas necesarias | La ficción, Ricardo Dubin

Domingo, 12 de julio de 2015 00:30
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Laberintos humanos. Preguntas necesarias

Cuando el hombre de los perros preguntó si nadie le había ofrecido un té, uno le cedió su silla y otro activó la palanca que hacía descender la pava. La pava se volcaba para dejar caer el agua hervida sobre un terrón de azúcar clavado en un alfiler, y seguía su camino humeante hasta la taza.

Una vez servida, la franja de mantel se movió hasta estar frente al joven Armando, que la alzó para llevarla a sus labios. Somos inventores, dijo uno de esos diez o doce hombres. Usaba gruesos bigotes que se le alzaban en punta hacia los cachetes. Armando nunca había visto alguien que usara esos bigotes en su lejano pueblo quebradeño.

El hombre de los perros dijo que Armando estaba regresando a su pueblo. Lo supo porque se lo dijo Armando cuando le abrió la puerta. ¿Y dónde queda su pueblo?, le preguntó uno calvo de gruesas gafas, y Armando le describió cerros y cardones y un río cuyo lecho estaba seco la mayor parte del año.

Después les dijo que se había enamorado de una muchacha muy bella llamada Anaclara Belustagain, la que había fallecido de tristeza no hacía muchos días. Qué pena, dijo un hombre que fumaba cigarrillos liados con papel azul. Las muchachas bellas no deben morir, pero agregó luego que peor es que envejezcan.

Luego dijo que no faltaban los inventores que buscaban el remedio de ese mal, dijo en referencia a la vejez o a la muerte de las muchachas bellas, pero no especificó a qué se refería sino que aclaró que esos inventores no se habían tomado el trabajo de preguntarse si era justa su pesquisa.

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