Laberintos humanos. Enfado
Armando se sentó a la mesa de la familia cuando la madre, cansada de levantar la carne de la fuente y de remezclar la ensalada, se irguió enojada para gritarle a la hija si es que no le daba vergüenza seguirse mandando mensajitos a pesar de que había visitas.
La hija se sobresaltó por lo exagerado y agresivo del exabrupto materno, cuando al retroceder contra el respaldo de la silla cambió la intensidad de su mirada para responderle diciendo que con el mismo derecho, que era muy poco, podía gritarle al padre o a su hermano, y que además ella fue la que le abrió la puerta.
¡Por eso mismo!, aumentó la madre la apuesta. Porque tu hermano está metido en una música de la que no sale ni a nadie le interesa escuchar, y tu padre anda leyendo ya durante semanas la misma noticia del diario, pero vos, que le fuiste a abrir al intruso, no podés negar que sabés que está senado a nuestra mesa.
La muchacha parecía sentir vergüenza de que hablara así de una persona que estaba presente, y el mismo padre levantó la vista del diario buscando al que su mujer llamaba intruso. Armando lo miró tratando de desmerecer en algo la acusación, y el hombre de la casa sentenció que todos lo somos alguna vez en la vida.
Es probable, dijo la mujer, ¿pero no te parece que una hija nuestra merece tener mejores actitudes? El padre volvió a sacar los ojos de entre las letras del periódico, miró a una hija con quien no hablaba demasiado, meneó la cabeza negativamente y, por primera vez en varios días, volvió la hoja para leer la siguiente.