Laberintos humanos. Los abuelos
Junto al hombre del retrato estaba su esposa, de tan bellos ojos aunque algo tristes porque parecía con ellos decir que la desgracia la dejó viuda demasiado joven. Su hombre, aquel que estaba a su lado en la fotografía que pendía de la pared, mereció acaso más años para disfrutar de esa casa junto a la panadería que levantara con tanto sacrificio.
Merecía haber visto crecer a esa nieta que tanto amaba, esa misma que ahora toca el piano debajo del cuadro que nos recuerda, parecía decir la mujer del retrato, pero Dios le dio ese dolor en el pecho que se le volvió atroz y lo volteó, en medio de tanta salud, para ya no levantarse de la cama.
Se apagó como si no fuera importante, pero lo fue. Todos en el barrio conocían la honra del panadero, sabían de su fina labor, de la familia que entretejió en torno de sus masas y de su horno, y del piano que tanto sacrificio le costó comprar para que alguna vez tocara esa niña. Como si supiera de lo corto de su tiempo.
Yo me reía, parecía decir la esposa del retrato que pendía en la pared. Me reía y le decía que era muy niña, que sentada en el taburete apenas si alcanzaba al teclado, y él me abrazaba respondiéndome que no me preocupara, que ya iría a crecer, cuando en realidad debía saber que no tenía tiempo para poder comprárselo de grande.
Y cuando la mujer de la fotografía parecía decir eso, la muchacha sentada al piano, sin alejar de sus dedos los acordes de las teclas, levantó la vista para mirar a sus abuelos y sonreírles como una humilde forma de agradecerles.