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Laberintos Humanos. Petraccio, el albañil
Con el tiempo muchos me entrevistaron sobre ese cuento del Abuelo Virtual. ¿Cómo había comenzado? Pocos se acordaban de aquella entrevista en la radio que le costara el matrimonio a Petraccio, el joven peón que instalaba cloacas en mi barrio. Y ya en ese duro trance que va del matrimonio a la soltería, Petraccio me contó lo que había visto.
Era un enorme cilindro de colores que latía como al ritmo machacoso de un bombo, y en cuyo interior danzaban algunas decenas de personas. Entre ellas, se adelantaron tres: Armando ya no tan joven, el Varela con su atuendo de gaucho pobre y Carla Cruz, acaso menos muchacha que entonces.
Al salir de esa suerte de salamanca psicodélica, los tres apoyaron sus rodillas sobre el suelo y alzaron la vista hacia los ojos del obrero, quien no dudó en ayudarlos. Cuando me vino con esa historia, también debió confesarme que los tenía escondidos en esa larga zanja que pronto sería surcada por los caños cloacales.
Entonces fue que el Abuelo, Carla y el Varela entraron por primera vez a esta habitación en que escribo los Laberintos, donde los lomos de mis libros se acurrucan en los estantes de la biblioteca imaginando una travesura, y donde me esmero porque mi relato tenga tanto la tonada como las palabras que necesito para llegarles con estos trozos de realidad recordada.
Escucho, como este, cuentos aquí y allá, como aquella tarde escuche el largo relato de Armando y trato de contárselos con la mayor fidelidad posible, más en el caso de este que termina por incluirme en su torbellino.