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Laberintos humanos. El panadero | La ficción, Ricardo Dubin

Sabado, 04 de julio de 2015 00:30
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Laberintos humanos. El panadero

Y cuando la muchacha, desde el piano al que estaba sentada, alzó la vista para sonreírle al retrato de sus abuelos, el joven que la miraba desde la ventana se sobresaltó porque una mano ancha se le posó en el hombro. Cuando se volvió se encontró con un rostro ancho y firme, muy parecido al del retrato que colgaba sobre el piano.

El rostro firme y ancho le sonrió. Miró las ropas extrañas del joven, que no concordaban con su rostro provinciano, y cuando el joven quiso explicarle lo del cambio de ropas el hombre negó con la cabeza: no precisa explicarme nada, amigo, le dijo y le tendió la mano firme. El joven le dio la suya y le dijo su nombre: Armando.

Buen nombre, sentenció el hombre. Vestía un elegante delantal que, aunque ya eran sus empleados los que amasaban el pan del día, parecía usar como quien mantiene el nombre del oficio. Todos me conocen por Belustagain, dijo mirando hacia donde lo seguía el joven, pero usted puede llamarme don Alberto.

Un joven que se llama Armando y que viene del interior de esta ancha tierra, dijo como mirando un mapa de la república que no pendía de la pared sino de su memoria lejana de escolar, un joven de nuestras nobles provincias puede tener esa confianza.

Y anduvieron entre los largos mesones, siempre escuchando el piano que parecía llamarlo desde la casa, cuando don Alberto pellizcó la masa de un pan tierno para tendérselo al joven Armando diciéndole que no hay nada en todo el universo más sabroso que la masa recién horneada. Pruebe usted, amigo, y después me dice.

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