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Laberintos humanos. Miedo infantil

Domingo, 17 de abril de 2016 19:23
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Laberintos humanos. Miedo infantil

El tren fue aminorado la marcha en algún punto al sur de Humahuaca, cuando Neonadio y el juez Pistoccio, que aún llevaba en andas su melancolía, escucharon un grito desgarrador que sabía a miedo infantil. Comprendieron que el viaje se volvía a interrumpir y bajaron entre las matas que ladeaban las vías.

El grito les llegó de la ventana iluminada de la casa señorial, hacia donde corrieron al tiempo que se calzaban las capas y las espadas de caballeros andantes, porque lógicamente se trataba de un caso por resolver. Cuando se hallaron ante la puerta, Neonadio tomó del brazo al magistrado para advertirle que había nacido por allí cerca.

Señaló con la vista una hilera de sauces que se balanceaba contra el cerro, y agregó que quien sabe si alguna abuela que ande esos trechos no es mi madre, sonrió y dijo que no importa, vamos a trabajar, concluyó cuando empujó la puerta para dar a esa sala que derrochaba luces mientras a la tarde se le opacaba el atardecer.

Los estaba esperando, dijo un hombre más bien alto, de cabellos entrecanos y vaso de vidrio grueso, hielo y whisky en la mano. No se alarmen, dijo alzando la vista hacia un alto reloj de pared cuyo péndulo se mecía con la lenta urgencia de un badajo de campanario. Esas manecillas dan siempre las doce, a lo sumo doce y cinco, dijo.

Y no creerán que les hablo de las doce del día sino de la noche, siguió tras beber un sorbo de su whisky, porque para mí todos y cada momento son el inicio de la jornada. ¿Está seguro que no se acuerda de mi?, le preguntó a Neonadio.

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