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Arabia Saudita y el aggiornamiento islámico

Miércoles, 01 de noviembre de 2017 00:00
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A la monarquía saudita cabría aplicar la definición acuñada por Winston Churchill para la Unión Soviética: "Es una adivinanza, envuelta en un misterio, dentro de un enigma".

En un giro estratégico que modifica el escenario de Medio Oriente, Mohamed bin Salmán, príncipe heredero del reino, acaba de afirmar que "no vamos a perder los próximos 30 años de nuestra vida en ideas destructivas" y señaló que "volveremos a ser lo que éramos antes, queremos convivir con el mundo y acabar con los restos del extremismo. Vamos a eliminarlos".

El joven príncipe de 32 años, a quien el rey Salmán bin Abdulaziz, de 82, ha confiado las riendas de su gobierno, anunció la decisión de establecer un "Islam moderado y abierto".

Su implantación implicaría un cambio radical en el rígido sistema de poder signado por la alianza histórica entre la familia real y un clero ultraconservador, defensor del "wahabismo", una doctrina surgida en el siglo XIX y considerada una de los pilares del fundamentalismo islámico.

Conviene subrayar que Arabia Saudita (una de las pocas monarquías absolutas que quedan en el mundo, en la que no existen siquiera partidos políticos) incluye a La Meca y Medina, las ciudades santas del Islam.

Su rey ostenta el título de "Custodio de los Santos Lugares", pero esa distinción supone también responsabilidades especiales en la defensa de la fe.

El terrorismo

Este ataque de bin Salmán al avance del extremismo dentro de su reino fue interpretado como un reconocimiento implícito de la validez de las acusaciones acerca de que desde el régimen de Riad, o al menos de una parte de la jerarquía religiosa, se colaboraba con la financiación de las organizaciones del terrorismo islámico, desde Al Qaeda hasta el ISIS.

El canal empleado para esa ayuda clandestina serían algunas organizaciones caritativas que desviarían el aporte de los fieles hacia esos grupos terroristas.

El origen de esos vínculos secretos se remonta a la década del 80, cuando la invasión soviética a Afganistán generó una respuesta de la comunidad islámica, encabezada por Arabia Saudita, para proveer a la financiación de las brigadas de voluntarios musulmanes que, con la colaboración estadounidense, pelearon contra el Ejército Rojo. En esa lucha, en la que participaron los cuadros que una vez finalizada la guerra fría formaron Al Qaeda, emergió Osama bin Laden, miembro de una acaudalada e influyente familia empresaria saudí.

Quince de los diecinueve responsables de los atentados del 11 de septiembre de 2001 eran de nacionalidad saudita.

Todo indica que desde entonces la monarquía saudita practicó una estrategia bifronte. Por un lado, actuó como un confiable socio económico y aliado político de Washington. Por el otro, para garantizar la paz interior, hizo la vista gorda en relación a la ayuda del clero musulmán a los grupos terroristas. En el caso de ISIS, la aparición del Califato le sirvió a Riad para hostilizar a los aliados regionales del Irán chiita, su archirrival en la puja por el liderazgo del mundo islámico.

El derrumbe de ISIS y el ascenso de Donald Trump a la Casa Blanca determinaron una mutación geopolítica que forzó a la monarquía saudita a tomar distancia de estas compañías indeseables y acelerar el ritmo de un proceso de modernización que estaba en marcha, pero a una velocidad condicionada por las exigencias de la convivencia con el poder religioso.

Cambio de guardia

En ese viraje, cabe inscribir un extraño episodio palaciego ocurrido en junio pasado, cuando Salman bin Abdulaziz ordenó la destitución de su anterior heredero, su sobrino, Mohamed bin Nayef, quien también fue despojado de su título de Ministro de Interior, y determinó su reemplazo por bin Salmán, al que ya muchos consideraban el verdadero responsable de la política del reino desde la asunción de su padre.

El encumbramiento de bin Salman coincidió con la visita de Trump a Riad , ocasión propicia para rubricar una gigantesca compra de armas estadounidenses, por 110.000 millones de dólares, en una operación que consolida el poderío militar del reino y a la vez contribuye a la reactivación de la industria norteamericana, objetivo prioritario de la Casa Blanca.

Al mismo tiempo, bin Salman sorprendió con una decisión de alto contenido simbólico que contradice uno de los rígidos preceptos impuestos por el clero islámico: la autorización a las mujeres para conducir automóviles. Pero esta medida puntual fue acompañada por un anuncio potencialmente mucho más conflictivo: la creación de un consejo especial para vigilar que las enseñanzas del Islam no promuevan las prácticas terroristas.

Visión 2030

En este contexto, la monarquía saudita avanza en la implementación del Plan "Visión 2030", un proyecto de reformas estructurales basado en la diversificación de la estructura productiva, la privatización de la economía y el aliento a la inversión internacional que les permita en el corto plazo superar el estrangulamiento derivado de la baja del precio del petróleo y, a largo plazo, de la desaparición de los combustibles fósiles como fuente de ingresos.

El plan comprende objetivos y medidas orientadas a convertir al sector privado en el motor del crecimiento. Supone la privatización parcial y progresiva de actividades monopolizadas por el Estado, incluida la compañía petrolera ARAMCO, que constituye la columna vertebral de los ingresos fiscales. Esa reducción del aparato estatal supone un drástico recorte de un 20% en el personal de la sobreabundante administración pública.

El proyecto incluye metas específicas para 2030, entre ellas incrementar del 45% al 60% la participación del sector privado en el producto bruto interno y hacer que las exportaciones no petroleras alcancen para entonces el 50% del total. El dinero originado en las privatizaciones se destinará a un Fondo Soberano para impulsar la diversificación de la economía.

Entre las obras proyectadas sobresale la construcción de una megaciudad paradisíaca, en la costa del Mar Rojo, cuya construcción costaría cerca de 500.000 millones de dólares, en una zona por la que circula aproximadamente el 10% del transporte mundial de mercaderías.

Con sus treinta millones de habitantes (un tercio extranjeros), Arabia Saudita es la potencia económica más importante del mundo árabe. En tal carácter, es el único país árabe que integra el G-20. Esa gravitación, unida a su condición de custodia de los "santos lugares", la convierte en los hechos en la columna vertebral de la fe sunita, que nuclea a más del 80% de los fieles musulmanes en el mundo entero. Resulta entonces imposible exagerar la influencia de lo que allí suceda en el porvenir político del Islam.

 

 

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