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7 de Julio,  Salta, Centro, Argentina
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Cuando viajar era una gesta heroica

Viernes, 15 de diciembre de 2017 21:32
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En la vastedad del espacio geográfico hispanoamericano floreció una de las rutas terrestres más largas e importantes de Indias: desde Lima, subía al Cuzco, y de allí a las tierras pobladas del lago Titicaca, a las ciudades del Alto Perú: Cochabamba y Chuquisaca y al mineral del Potosí. Canalizaba las importaciones europeas, que venían del Callao a lomo de mula, animal que por su mejor rendimiento y más fácil manejo fue desplazando a la llama andina, nunca abandonada del todo.
La ruta de Potosí al sur no era menos frecuentada, bajaba por las quebradas a Salta, centro de una rancia y productiva población, y de allí a Tucumán, último punto montañoso, donde floreció la rústica industria de la construcción de carretas que eran empleadas en el trayecto llano a Santiago del Estero y Córdoba, desde donde unas seguían a la cordillera para empalmar con las mulas de Chile, y otras a Buenos Aires y Santa Fe, ciudad esta última que aseguraba las comunicaciones con el Paraguay.
 En esas regiones, dice un cronista, “el hato y comida se lleva en las carretas; las personas, en caballos, pero no se ha de caminar más de lo que los bueyes pueden sufrir, que es cuatro leguas cada día, y para cada carreta son necesarios por lo menos cuatro bueyes, pastos, muchos y muy buenos, agua poca”.
Los viajeros de otrora, habían de enfrentar los riesgos del periplo por caminos polvorientos, puentes inexistentes y recurrir a novedosas formas de cruzar los ríos. Acarete du Biscay, francés que en el siglo XVII escribió: “Relación de un viaje al Río de la Plata y de allí por tierra al Perú con observaciones sobre los habitantes, sean indios o españoles, las ciudades, el comercio, la fertilidad y las riquezas de esta parte de América” (1.672, Colección de Thevenot, edición original en idioma francés), nos refiere el expediente al que debió acudir para sortear un río: “mi indio mató un toro salvaje, le quitó el cuero, lo rellenó de paja y lo ató con tientos del mismo cuero, formando un gran bulto, sobre el cual me coloqué con mi equipaje; el indio pasó nadando, arrastrándome tras de él por medio de una cuerda atada al bulto, y luego repasó el río e hizo pasar nadando los caballos y mulas hasta donde yo estaba”.
La aventura y el desgarramiento 
Emprender un viaje desde Salta a Buenos Aires era casi una hazaña, para lo que se necesitaba de fe, resolución y valor, para transitar las cuatrocientas leguas de camino.
El viajero, muy católico, cristiano en aquellos días, dejaba en su casa todo arreglado por si no volvía. La religión le enseñaba a ser metódico y prevenido. Debía confesar y comulgar, antes de lanzarse al camino. Por la misma poderosa razón hacían también su testamento algunos, por sí por allí quedaban.
Refiere Bernardo Frías en su libro “Tradiciones Históricas” (1923, Librería y editorial “La Facultad”): “Y grande que lo había en esto de emprenderla hasta Buenos Aires, donde los salteadores en unos trechos, los males de la salud en otros, y los ataques de los salvajes más allá, en los caminos de aquella tierra tan buscada y tan peligrosa, que en esto se asemejaba a Jerusalén cuando los peregrinos desafiaban por verla toda de amarguras y peligros de la vida, amenazaban la vida y la fortuna de los viajeros. Es de suponerse cuán negra y profunda sería la pena al separarse de una esposa joven, bella y amable, de unos hijos que, si algunas veces acompañaban en el viaje siquiera hasta Córdoba en demanda de luces a su universidad, otros quedaban gateando en el hogar, humedecido de lágrimas, y en donde la suegra, si la había, hacía los cristianos oficios de consolatrix aflictorum”.
El estoicismo de la mula  
El Río de la Plata retribuía al Perú con mulas -80.000 a 100.000 por año-, las cuales, criadas en los campos porteños y santafecinos, subían a invernar a Salta antes de ascender al altiplano. Para trasladarse desde allí al Cuzco y a Lima los viajeros y comerciantes no tenían más remedio que recurrir a las mulas, “por lo general malas y mañosas, que es lo mismo que andar a gatas”, rezonga un cronista. Algunos hacían uso de las propias, principalmente para silla, pero aun las mejores no aguantaban más de dos o tres jornadas seguidas de diez leguas cada una, porque en muchas partes no tenían que comer y era preciso mandarlas a pastar lejos, con el consiguiente peligro de robo.
 Además del transporte, las mulas servían para la fuerza motriz de los molinos, fertilizante natural de los campos de engorde, animal de tiro para calesas y carruajes, cabalgadura favorita de los clérigos, como el cura Brochero que visitaba a sus feligreses montando su mula “Malacara”, con la que recorría el curato de San Alberto, actualmente conocido como el valle de Traslasierra, el que abarcaba 4336 kilómetros cuadrados de valles y serranías. Las mulas también transportaban vinos de Mendoza a Chile y sal de Neuquén a Chile, que carecía de salares.
Las mulas otorgaron a Salta una situación de privilegio, merced a su legendaria Feria de Sumalao. Es menester rendir un tributo al mundo mular.
Las postas 
Los viajeros elogiaban las postas porque en ellas había caballos de remuda para hacer los viajes con celeridad. En general, eran grandes ranchos construidos con estacas torcidas, clavadas en el suelo; cruzadas sobre éstas y atadas con lonjas de cuero había otras piezas, con las que se entrelazaban ramas de arbusto o cañas. Después se revocaba la armazón, por fuera y por dentro, con barro azotado a mano. El techo estaba construido de la misma forma.

 

El maestro de posta y su familia vivían todos juntos en esa habitación única. Al lado del rancho había otro, para uso de los pasajeros. Ninguno tenía puertas, y las camas -cuando las había- eran apenas cuatro palos cruzados, atados con guasca, sobre los que se estiraba una piel de novillo. El mayor inconveniente de estos habitáculos es la increíble cantidad de pulgas, chinches y otras sabandijas intolerables. No obstante, algunas postas eran verdaderas construcciones, como la de Arrecifes, “linda casa con buena pulpería anexa”.
Para el desplazamiento de personas se usaba preferentemente el carricoche o galera, tirado por ocho o diez caballos o mulas y acompañado por un postillón. Bernardo Frías describe este coche como un mueble enorme, pesado y ruidoso. A lo largo de sus costados corrían sus asientos con almohadones. Se pintaban de amarillo claro, que resistía más a la suciedad de los caminos llenos de polvo y de barro, con sus líneas o franjas verdes o rojas, colores muy pegados al gusto español.
Algunos comerciantes ingleses y criollos poseían coches de estilo inglés, pero el estado de calles y caminos no les permitía lucirse demasiado. Los coches de viaje que llevaban familias a sus estancias eran vehículos pesados e incómodos, construidos según el estilo español, debían viajar acompañados de mulas y más carros portando equipajes y numerosos jinetes - esclavos y sirvientes emponchados y sucios, cuidando de la integridad física de los viajeros. Daban la impresión de una turba de bandoleros custodiando su presa.

La modesta carreta 

 Otro vehículo era el carro de transporte o carreta, “mastodonte de la carretería”, exhumada de las “capas seculares de la antigua barbarie gala”. El tráfico de mercancías se realizaba habitualmente por medio de carretas tiradas por bueyes. Eran en realidad, vehículos de construcción muy simple, ya que consistían en una caja de madera, con una viga central que se proyectaba hacia delante y a cuyo extremo se ataban a bueyes. Otro eje transversal servía para las ruedas, de gran formato y construcción recia: ni un solo clavo o pieza de hierro intervenía en su fabricación. Cueros sin curtir resguardaban de la lluvia a mercancías y carreteros, aunque no a los seis bueyes uncidos en pares a una barra transversal detrás de los cueros.
Atada al techo de la carreta y proyectándose horizontalmente hacia delante, estaba la picana para estimular a los animales: una punta de hierro atada con tientos de cuero de caballo, ensartada en una pieza de sauce asegurada a una caña.
Las carretas viajaban siempre en caravanas, en estrecha sucesión, cada una de ellas lleva en la parte trasera una vasija de barro cocido con agua potable.
 La razón de que las carretas viajen formando un convoy es la amenaza de algún ataque indígena.
En ese caso, todas las carretas se disponen unidas en círculo, formando así un cercado impenetrable, y dentro de él se encierra todo el ganado. La escasa perseverancia de los indígenas los favorece, pues si después de una o dos embestidas rápidas fracasan en su objetivo, se retiran; no les sería difícil matar de hambre a los animales y obligar a la partida a capitular, pero nunca sitiaron un lugar ni un campamento.

 Azaroso desembarco 
 
El viajero que arribaba al Río de la Plata, sin haber pisado tierra firme, se veía obligado a recurrir a los medios de transporte local. Es que para desembarcar y en razón de que el río casi siempre está muy bajo y ni siquiera los botes podían llevar los pasajeros a tierra, había que recurrir a carretas de rústica construcción. El piso era una armazón cuadrada, de madera con algunos palos atravesados encima, abierta por delante y por detrás, con lonas a los costados. Las ruedas eran de gran diámetro y el eje de madera. Dos caballos tiraban en yunta y en uno de ellos montaba un jinete. 
Emeric Essex Vidal, marino y pintor inglés, en su “Ilustraciones Pintorescas de Buenos Aires y Montevideo” (1820, editado en Londres por R. Ackermann), relata que el pasaje costaba dos reales, o sea quince peniques cada viaje: “en el malecón sólo se permite el desembarco de pasajeros; todos los artículos se llevan a la aduana, pero también hay un resguardo aduanero para evitar el contrabando con empleados que examinan a las personas que se embarcan o desembarcan, especialmente estas últimas a las que el centinela del malecón no permite pasar hasta que no se hayan presentado en el cuerpo de guardia, y sea seguro que no traen oro o plata en barra. Los oficiales británicos, en uniforme, están exentos de esta revisión, considerándose suficiente su palabra de honor”.
Hacia 1825, tres de estas goletas se encargaban del transporte de pasajeros, la Pepa, la Dolores y la Mosca.
Pero hasta la llegada del invento de George Stephenson, “padre de los ferrocarriles” (1830) los viajeros debieron sortear diversos obstáculos en los caminos, los que semejaron una gesta itinerante, entre el polvo y el espanto.
 

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