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7 de Julio,  Salta, Centro, Argentina
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El teatro y su eterno testimonio

El Teatro de La Ranchería y la obra de Lavardén son testimonio del valor social y cultural del arte dramático en todos los tiempos.
Viernes, 05 de enero de 2018 20:57
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En el actual territorio argentino, a diferencia de otras regiones de América, no se encuentran expresiones de representación teatral por parte de los pueblos aborígenes, solamente danzas y ceremonias religiosas impulsadas por los misioneros católicos para evangelizar y adaptar a los nativos a las usanzas hispanas.

En la capital del virreinato del Río de la Plata, el virrey Juan José de Vértiz y Salcedo mandó crear en Buenos Aires, en 1778 una Casa de Comedias. En los fundamentos de la medida dispuesta, decía el virrey, refiriéndose al teatro, que “no solo lo conceptúan muchos políticos como una de las mejores escuelas para las costumbres, para el idioma y para la urbanidad en general, sino que es conveniente en esta ciudad que carece de diversiones públicas”.

El teatro, que fue el primero que existió en Buenos Aires, se levantó en la esquina de las calles San Carlos y San José, actuales calles Alsina y Perú, y se lo conoció como Teatro de La Ranchería.

Pretendía Vértiz un teatro al estilo de los de España. Pero el resultado final fue lo más parecido a un rancho que a un teatro, y su nombre conciliaba ambas semejanzas: Teatro de la Ranchería.

Fue construido en un terreno donde los jesuitas depositaban los productos provenientes de sus misiones. Tenía puertas al frente y a los costados (en previsión de emergencias). Los boletines (entradas) se adquirían en la reja (boletería).

El teatro no disponía de guardarropa porque se suponía que los caballeros, durante los intervalos, dejarían sus sombreros sobre el asiento.

Con vida propia

Desde un principio bastante humilde y cuestionado, el teatro, poco a poco se fue transformando en el centro de la actividad lírica y teatral de la ciudad, gracias a la buena elección de obras y autores de la lírica y del teatro clásico español.

El interior era sencillo: hileras de bancos de pino formaban el patio (platea), a los costados simulacros de palcos para las autoridades y los personajes distinguidos; la cazuela o barandilla estaba reservada para las mujeres; la entrada general permitía instalarse detrás de un palenque, colocado al final del patio.

La iluminación consistía en velas de sebo, en los apliques y la araña en el techo. “Bastante luz prescribía Vértiz para evitar el desorden”. Las candilejas eran simples velas que proyectaban su luz agónica desde el suelo.

La publicidad se hacía en la esquina de la botica de Los Angelitos, calles San Pedro y San Carlos, actuales calles Chacabuco y Alsina, sitio en que se ponía un farol que servía para anunciar las funciones.

Como complementos de dramas y comedias, se ofrecían tonadillas que cantaban los actores con acompañamiento de guitarra y concluían con el baile de bolera y seguidillas.

El virrey se encargaba de la censura: la obra a representarse debía serle enviada para que él la derivase al “sujeto que me parezca y quite cuanto sea repugnante a las buenas costumbres o de mal ejemplo”. 

En los reglamentos, por otra parte, se prohibía a los actores “enriquecer” el texto por cuenta propia, decir groserías o gesticular en forma obscena.

También había normativa para los espectadores: hacer fila para entrar en perfecto orden, llegar a tiempo para la representación, estaba prohibido ponerse de pie en su transcurso y, por supuesto, prohibido ponerse el sombrero antes de que terminara la función.

Lavardén 

El repertorio constaba en general de obras firmadas por los clásicos del Siglo de Oro español; pero en 1789 se asistió al estreno absoluto: el “Siripo” de Manuel José de Lavardén (1754- 1809), el primer autor teatral argentino. Lavardén había estudiado leyes en la Real Universidad de Toledo y en Alcalá de Henares. Posteriormente la Real Universidad de San Xavier de Chuquisaca lo contó entre sus alumnos. En su regreso a Buenos Aires, dictó cátedra de filosofía en el Real Colegio de San Carlos. 

En ese tiempo destacó como erudito, poeta y pensador. Se desempeñó como miembro del Cabildo de Buenos Aires y en la Junta de Temporalidades, institución encargada de administrar los bienes de la expulsada Compañía de Jesús.

Su primer escrito notable fue una Sátira, en la que ridiculizaba a los poetas limeños. Su consagración llegó con una tragedia en verso de 1786, “Siripo”, la primera obra de teatro no religiosa escrita en territorio de la actual Argentina, a la vez que la más importante expresión teatral de la última década del siglo XVIII. 

Es una tragedia de tema nacional y la única obra dramática de entonces que recibe su inspiración del teatro neoclásico español.

Aunque el “Siripo” se representó en el Teatro de la Ranchería en 1789, la pieza fue compuesta años antes. Su autor no se había atrevido a exponerla ante el público según declara, “de puro miedo”. No ha llegado hasta nosotros la causa de este temor. El manuscrito del Siripo se perdió después de su estreno y, aparte de su orientación neoclásica y de su tema la vida de la legendaria Lucía Miranda y la destrucción del fuerte de Santi Spiritu, que data de la época de la conquista del Virreinato del Río de la Plata, no es mucho más lo que sabemos de la pieza.

Contamos con algunas cartas de Lavardén, y entre ellas, una sobre los elogios que antecedió al estreno del “Siripo”. 

En esa carta, valioso documento sobre el teatro hispanoamericano en la última fase colonial, Lavardén habla de la obra y cuenta cómo tuvo que someterse a las innumerables correcciones que el censor, el oidor José Márquez de la Plata, le exigió. Lo curioso es que las correcciones no parecen haber tenido que ver con la presencia de ideas subversivas en la obra, sino con su falta de respeto para con las normas del teatro español tradicional.

El “Siripo” es un intento aislado pero significativo de crear una tragedia de líneas neoclásicas siguiendo los preceptos habituales. Además como muchos de sus contemporáneos, Lavarden escoge para ello un tema nacional: el conflicto entre el indígena y el español.

En 1792 anunció la presentación de otras dos obras, de contenido más clásico y europeo, pero el incendio del Teatro de la Ranchería impidió su representación y destruyó los originales. Por esos años escribió un poema, “La Inclusa”, que fue censurado por la Iglesia. En esta obra se centra en el problema de los “niños expósitos”, abandonados después de su nacimiento por familias que no podían mantenerlos. Inspira a su autor el hecho que el teatro era contiguo al Asilo de los Niños Expósitos y que parte del dinero de la sala, formaba parte de los fondos del hospicio. “La Inclusa” aborda contenidos sociales, los que se vinculan a la educación de los niños y las responsabilidades de los padres, cuestiones ambas del mayor interés para los ilustrados de las dos orillas del Atlántico.

El fandango y el incendio 

En las postrimerías del siglo XVIII, el Teatro de la Ranchería, será escenario de obras que abandonan las formas de la dramaturgia neoclásicas, los autores hispanoamericanos toman otros rumbos. Se escriben piezas que aspiran a recoger las costumbres y el habla del pueblo campesino, pero que son obra de dramaturgos urbanos. Su realismo es pintoresquista y su referente más inmediato es Ramón de la Cruz. Las obras apuntan a retratar a los hombres, sus palabras, sus acciones y sus costumbres. El resultado es similar a los sainetes hispanos. Son obras que divierten a un público urbano, que se autoconsidera culto, las obras buscan ridiculizar a menudo a las clases inferiores.

El público que concurre al teatro está compuesto por la aristocracia, los funcionarios españoles y los eclesiásticos poderosos. Ninguno de estos grupos tiene interés en ver sobre las tablas, referencias, ni siquiera mitigadas a la sociedad de la que forman parte. Tampoco le preocupa demasiado a estos espectadores la entereza de los personajes o la perfección estructural. Lo que quieren es divertirse, disfrutar del espectáculo y de la poesía, poniéndose al margen de una situación vital que en el fondo no era satisfactoria para nadie. Para los funcionarios españoles, es mejor que los dramaturgos se ocupen de la fabricación de loas que de cavilaciones impertinentes. Cosa parecida se puede aseverar de la Iglesia. En lo que atañe a la aristocracia, asentada su vida sobre el trabajo de las masas enormes de no poseedores, no tiene nada de raro que no haya querido ver el reflejo sobre las tablas de las problemáticas sociales. Esto también explica la censura sobre las obras.

Durante la época de carnaval, después que el teatro quedaba inactivo, se realizaban en la sala los famosos Bailes Populares de Carnaval, a los que acudía el público disfrazado para bailar la danza favorita de la época: el fandango.

La ejecución del fandango, ritmo al que se entregaban con frenesí los bailarines, el baile inventado por Satanás, fue una diversión excomulgada por la Iglesia. El cura doctrinero Francisco José Acosta respondió intimidando a su rebaño: “¡Hermanas mías, estáis impuras!, ¿Cómo se han marchitado con la lasciva danza las cándidas flores que te daba a porfía? En ese lugar de liviandad y locura se han perdido las almas, por eso lo fulminaste Tú, Señor, con el fuego, y en él perecerán las pecadoras”. Palabras agoreras que vaticinaron el fin de la sala. 

El Teatro de La Ranchería permaneció hasta un 15 de agosto de 1792, durante los festejos del día de la ascensión de la Virgen, cuando un incendio lo destruyó por completo. Un cohete disparado desde el atrio de la iglesia de San Juan Bautista del convento de Capuchinas, había recorrido 200 metros para venir a caer sobre el techo de La Ranchería. Algunos comentarios piadosos debieron hacer las religiosas y los prelados sobre aquel fuego del cielo que reducía a cenizas la casa del error y de los placeres mundanos. Nunca se supo bien si fue un accidente o un atentado. Es de destacar que la jerarquía eclesiástica no veía con mucha simpatía la presencia del teatro, por considerarlo pecaminoso, ni compartía la política progresista del virrey Vértiz quien, además había introducido la imprenta en la ciudad.

De esta suerte se eclipsó una de las medidas adoptadas por el reformismo borbónico, y arbitrio que implementó el virrey Vértiz, y que en su momento representó el solaz de una parte de la población de Buenos Aires, aproximándose a las luces de la riquísima literatura española a través de la representación teatral, pero también llevó la diversión para aquellos fieles seguidores de Terpsícore, que encontraban su deleite en la danza popular.

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