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Francisco y Xi Jinping, y un paso histórico

Miércoles, 03 de octubre de 2018 00:00
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Por primera vez en la historia, dos obispos chinos viajaron a Roma para participar de un Sínodo en la Santa Sede. La novedad es el primer resultado inmediato del flamante acuerdo alcanzado entre China y el Vaticano sobre la designación de los obispos.

Este entendimiento, que destraba el principal escollo en la relación entre Beijing y la Iglesia Católica, es el acontecimiento histórico más relevante del presente siglo y supone probablemente el legado más trascendente del pontificado del Papa Francisco.

Ambas partes fueron extremadamente cuidadosas al calificar el episodio como un "acuerdo provisional", que no implica el restablecimiento de las relaciones diplomáticas suspendidas en 1951, pero coincidieron en considerar que se trata de un "primer paso" para la construcción de un entendimiento sólido y duradero.

Un hito trascendente

Tanto para China como para la Santa Sede, el acuerdo supone un hito trascendente. Para Beijing, es un salto cualitativo en la política de apertura iniciada en 1979 por Deng Xiaoping, un paso significativo en el reconocimiento internacional de China como superpotencia emergente y un éxito de la estrategia de promover el "softpower" (poder blando) chino en la escena global. Implica también una respuesta política a la necesidad del Partido Comunista de canalizar un fenómeno social de enormes dimensiones: China, un país oficialmente ateo que alberga a un quinto de la población mundial, tiene la mayor tasa de conversiones a cualquiera de los credos religiosos, desde el cristianismo hasta el Islam.

Para la Iglesia Católica, constituye un avance sustancial en su camino de confirmarse como verdaderamente "católica" en su sentido etimológico, es decir "universal", una senda iniciada en 2013 con el abandono de la visión "eurocéntrica", que se reflejó aquel año en la elección del primer Papa latinoamericano.

Prioridad estratégica

China fue siempre una prioridad estratégica para Francisco, un sacerdote jesuita que aspira a culminar la empresa iniciada por Matteo Ricci, aquel adelantado de la Compañía de Jesús que a fines del siglo XVI se instaló en China y comenzó una acción evangelizadora centrada en la búsqueda de una convergencia de las enseñanzas de Jesús con el pensamiento de Confucio y la tradiciones culturales de esa civilización milenaria. Aquel esfuerzo de Ricci y sus continuadores de adaptar el mensaje evangélico a las tradiciones locales tropezó entonces con una cerrada resistencia del Vaticano, que desencadenó la "querella de los ritos" y culminó en 1709, cuando el Papa Clemente IX condenó las prácticas que reconocían el culto a los antepasados, una creencia ancestral del pueblo chino que los jesuitas habían adecuado a la liturgia católica. Dicha desautorización fue la excusa usada por los asesores del Emperador para promover la expulsión de los sacerdotes y frustrar esa incipiente expansión del catolicismo en el Celeste Imperio.

El inspirador de aquella misión de Ricci había sido San Francisco Javier, un lugarteniente de Ignacio que murió poco antes de llegar a China. El Papa reveló que, cuando eligió el nombre de Francisco, había pensado, naturalmente, en el santo de Asís pero también en este destacado discípulo del fundador de la orden jesuítica.

En 2014, Francisco envió una carta al presidente chino Xi Jinping para invitarlo a dialogar en su residencia de Santa Marta. Por fuera de todo protocolo, el mensaje fue llevado a Beijing por José Luján, un argentino que es representante en el Mercosur de la Academia de Ciencias de China, y por el dirigente peronista Ricardo Romano, un viejo amigo del Papa.

Ese antecedente explica el rol desempeñado en ese acercamiento por otro argentino, monseñor Marcelo Sánchez Sorondo, titular la Academia de Ciencias del Vaticano. Las academias de ciencias de China y de la Santa Sede organizaron sendas exposiciones de objetos artísticos en Beijing y en Roma. Para esas exposiciones, la academia china escogió varias esculturas que certifican la presencia en China de los católicos nestorianos, quienes en el siglo VII fueron los primeros en introducir el Evangelio en aquellos rincones de Asia.

En esa selección había un mensaje implícito: el reconocimiento del cristianismo como una parte de la historia y la cultura china. Pero ese mensaje encerraba empero una sutil advertencia: para China, que no admite las "religiones extranjeras", es imprescindible una "sinoización" de la Iglesia Católica, o sea "un cristianismo con características chinas".

Tal vez por ello, la Universidad Sun Yat-sen auspició en mayo pasado un seminario en el que el sacerdote jesuita Juan Carlos Scannone, uno de los maestros de Francisco, expuso sobre la "Teología del Pueblo", esa corriente teológica surgida en la Argentina a fines de la década del 60 que postula precisamente la necesidad de que la Iglesia asuma las culturas locales y las distintas formas de religiosidad popular. El Vaticano dejaba en claro que Francisco no era Clemente IX.

Pero Sánchez Sorondo fue mucho más audaz en esa aproximación recíproca. Tras un reciente viaje a Beijing, manifestó que "en este momento, los que mejor realizan la doctrina social son los chinos". De esta forma, pretendió disipar la objeción de que la penetración de la Iglesia Católica en China encierra un riesgo para el régimen político.

Estos gestos de reciprocidad entre las dos diplomacias más antiguas del mundo, ayudaron a las tratativas entre Beijing y la Secretaría de Estado vaticana, cuyo titular, Pietro Paolo Parolin, durante su paso como Nuncio Apostólico en Hanoi, había sido un actor central en la normalización de los vínculos entre la Santa Sede y el régimen comunista de Vietnam.

En el acuerdo, Beijing preservó la continuidad del mecanismo de elección de obispos a través de un procedimiento de consulta con los sacerdotes y representantes de los laicos de cada diócesis, tal cual lo emplea desde hace décadas la Iglesia Patriótica, una organización patrocinada por el Partido Comunista. Pero la Santa Sede reasume el poder de oficializar esos nombramientos y adquiere un derecho a veto sobre la nominación de los designados.

El compromiso generó el rechazo del ala tradicionalista de la jerarquía eclesiástica china, que hasta ahora funcionaba en la ilegalidad y era la única reconocida por el Vaticano. Algunos obispos se consideran disminuidos por el reconocimiento de sus rivales de la Iglesia Patriótica. Esas concesiones de la diplomacia vaticana son usadas también como argumento por los sectores ultraconservadores de la Iglesia que cuestionan a Francisco. Pero el Papa ha conseguido su objetivo principal: el reconocimiento de su autoridad por el régimen de Beijing y la reunificación del catolicismo chino.

Con Xi Jinping, China se abre a la Iglesia Católica, Con Francisco, la Iglesia Católica se abre a China. Ni China ni la Iglesia Católica serán las mismas.

 

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