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Hace 42 años, en una mañana de los primeros días del otoño, los argentinos nos despertamos con la noticia menos sorprendente de esos tiempos. El golpe de Estado era el desenlace de tres años de democracia bajo fuego. Y un desenlace previsible si se piensa en la liberación y amnistía de todos los presos políticos, incluidos guerrilleros y activistas violentos, el mismo 25 de mayo de 1973; el enfrentamiento de Ezeiza pocas semanas después, el asesinato de José Rucci, la creación de la Triple A y la muerte de Perón.
No hubo guerra, por la disparidad de fuerzas, pero el país estaba bañado en sangre y las armas habían reemplazado al diálogo democrático.
Imaginar qué hubiera sucedido si el golpe encabezado por Jorge Videla no hubiera existido sería historia contrafáctica.
Lo cierto y concreto es que esa aventura militar fracasó y dejó al país mucho peor de lo que lo encontró.
Detrás de la formalidad de la escenografía marcial se ocultaba un proyecto económico totalmente improvisado, que buscaba una liberalización de la economía en el marco de una dictadura. Y se disimulaba también una sangrienta "grieta" en el seno de las tres fuerzas que terminó fragilizando cada decisión y erosionando el poder.
Solo fue unánime la fe en la violencia. Resulta significativo el comportamiento sanguinario que los militares pusieron de manifiesto en esos años. El más notable, el genocidio.
Estaban decididos a aniquilar a las organizaciones insurrecionales, lo cual hubiera sido un objetivo militar, pero también a eliminar a cada uno de sus miembros. Para la represión, "subversivos" eran los guerrilleros, cualquiera fuera su nivel; los intelectuales y abogados que los acompañaban, aunque no fueran gente de armas; los familiares y amigos que los cobijaban, y todas aquellas figuras que podrían crear un clima favorable a la revolución. Dentro del país. En el orden externo, lo ideológico les resultaba secundario y supieron cultivar muy buenos vínculos con la Unión Soviética y Cuba, que frenaron en los ámbitos internacionales cualquier inspección sobre la situación de los presos y desaparecidos.
La tortura, la desaparición de personas y el robo de recién nacidos fueron decisiones instrumentales a los efectos de aislar por completo a los activistas libres que permanecían en el país. Fueron decisiones de tal bajeza que estigmatizaron para siempre a las Fuerzas Armadas.
La vocación por la violencia y la improvisación política volvieron a manifestarse en el conato de guerra con Chile, que hubiera costado cientos de miles de vidas de no ser por la intervención de Juan Pablo II. La guerra del Atlántico Sur, que invocando un legítimo derecho produjo decisiones militar y diplomáticamente insostenibles fue el extremo de un gran fracaso.
Además del reguero de sangre, la dictadura dejó un saldo de retroceso tecnológicos, desmantelamiento industrial, desempleo y pobreza.
El horror llevó a los argentinos a descubrir el valor de los derechos humanos, hasta entonces relegados en nuestra cultura. Pero falta. Nada de lo que surge del odio y la muerte puede desarrollarse plenamente. Cuesta entender que esos derechos son para todos. Aún en democracia, el valor de la vida humana y de la libertad siguen condicionados.