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La memoria, la historia y la frustración

Sabado, 24 de marzo de 2018 23:16
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Ayer, las movilizaciones en repudio a la dictadura militar, en Salta y en todo el país, mostraron la vigencia que ese lacerante recuerdo aún conserva entre nosotros.

El recuerdo de víctimas notorias, como Miguel Ragone y los fusilados en Palomitas, y la condena a las figuras emblemáticas de la represión ilegal, une los sentimientos y cuenta con la solidaridad de gran parte de la población.

Aunque estos son actos en los que se entroniza la “memoria”, para la mayoría de quienes participan se trata de solidaridad y sacralización de la memoria de otros, porque no habían nacido cuando estos hechos ocurrían, o porque no los afectaron directamente en ese momento.

Esa utilización de la memoria entraña un riesgo cultural. Implica una modificación de los criterios de verdad y atribuye al pasado el rol de fuente de una ideología en la que la verdad es relativa, y funcional a la política. La conmemoración del golpe de Estado de 1976, en los hechos, se ha convertido en un acto ritual, impregnado de pensamiento mágico, que establece como dogma una determinada lectura de la realidad de aquellos tiempos.

Memoria e historia

Parece sacrílego sostener que los desaparecidos a manos de la dictadura no fueron treinta mil. A quienes lo ponen en duda se los acusa de “negacionismo”. Es de hecho una forma de forzar la historia.

Sería nefasto que los mecanismos mágicos de pensamiento reemplazaran al dato histórico. Sería como volver a los tiempos de Galileo, que debió retractarse de su demostración de que la tierra gira sobre sí misma y que no es el sol el que nace y se oculta. O a los tiempos en que Descartes debió inventar una hipótesis de Dios para no irritar a los teólogos.

Si los desaparecidos fueran treinta mil, estarían identificados en su mayoría. Subjetivamente, cualquier sobreviviente sabe que de ser cierto ese número, hubiera supuesto una cantidad muy superior de militantes revolucionarios, lo cual hubiera derivado en un nivel insurreccional muy superior al que realmente se alcanzó.

Tampoco es cierto que ERP, Montoneros, FAR, FAP y las otras fuerzas hayan sido militantes de espíritu hippie o rockero, inquietos por la libertad de expresión, el medio ambiente, la cuestión indígena, los derechos humanos y la reivindicación de los homosexuales. Todos estos temas ingresaron en la agenda colectiva, desde el capitalismo desarrollado, a partir de los años 80.

La “memoria”, reivindicada como verdadero instrumento del conocimiento histórico, termina jugando una mala pasada.

El terrorismo de Estado no fue un engendro surgido de la nada, sino una respuesta genocida a una situación de violencia de largo arrastre.

Esa violencia se fue engendrando en un país donde ni la aristocracia ni los movimientos populares creían en la democracia como sistema.

El uso del crimen político creció en intensidad al ritmo del deterioro institucional local, inaugurado en 1930.

Videla y los suyos no eran la contrapartida del Eternauta. Eran militares de un país donde los gobiernos de facto habían cobrado absurda legitimación. Y el crimen político, también.

Ideología de la revolución

¿Hubo guerra? Era imposible. Pero hubo un innegable conato de guerra de guerrillas que fue aniquilado por una desproporcionada relación de fuerzas.

No hubo guerra pero las organizaciones armadas tenían un diagnóstico de la realidad política y una proyección a futuro que nunca aparecen en la “memoria”.

Los textos de Paulo Freire y Gustavo Gutiérrez, y de muchos revolucionarios, permiten conocer una mirada que nada tenía de mágica ni de mesiánica, pero que registraba la profunda fractura social y las negras perspectivas que se cernían sobre América Latina.

Eran los tiempos de la Guerra Fría y el socialismo aparecía como la perspectiva superadora de un capitalismo que se consideraba decrépito.

El socialismo era una construcción que debía hacerse desde el poder. Y era una construcción que debía resolver con equidad la producción y la distribución.

Está claro que fallaron los cálculos. Las guerrillas no lograron asegurarse un “territorio liberado” y tampoco produjeron el vuelco a su favor de algunos sectores de las fuerzas armadas. Después, el socialismo implosionó.

El país tiene hoy cinco veces más pobreza que en 1976.

La agenda de los sectores progresistas sigue demasiado anclada en la reconstrucción imaginaria de otros tiempos. Entre tanto, las víctimas de un nuevo genocidio silencioso, el de la miseria, la exclusión, el desempleo y el paco, aumentan anónimamente en nuestros barrios más humildes. Quienes se inmolaron en aquel proyecto revolucionario, justamente, querían evitar que la catástrofe social se produjera. Aquella izquierda no estaba integrada por jóvenes idealistas, pero sus militantes eran honestos. Se trataba de formaciones políticas comprometidas con un proyecto que tenía metas nobles que nunca se alcanzaron.
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