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Luis Pescetti: “El humor tiene que ir con el afecto”

Con la idea de restituir el juego en infancias hipertecnologizadas, el escritor y docente Luis Pescetti propone en su libro “Una que sepamos todos”, actividades lúdicas que recuperan el valor de la tradición oral y la música como estrategia de aprendizaje y acercamiento entre padres e hijos.
Domingo, 01 de abril de 2018 09:36
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Musicoterapeuta y autor de la saga juvenil “Natacha”, cuya adaptación cinematográfica se estrenará el próximo 17 de mayo, Pescetti se dedicó en los últimos años a rastrear juegos, trabalenguas y otras piezas de un mundo que palidece frente a la oferta omnipresente de pantallas: la idea es rescatar esa tradición y ponerla al servicio de las aulas y las familias para mostrar cómo es posible estimular la imaginación y el gusto por la música sin movilizar grandes recursos.
En este libro el escritor analiza algunos fenómenos del sistema educativo como la incidencia de una corriente “normalizadora” que tipifica las habilidades o comportamientos de los chicos y apura diagnósticos de “disfuncionalidad” allí donde antes había simplemente “un niño inquieto”.
Pescetti alerta también sobre la propagación de una narrativa que hace foco en la diversidad y la inclusión y como contrapartida el miedo a ser diferente y al fracaso.
El autor de “Frin” y “Caperucita tal como se la contaron a Jorge” también se refiere a los retos que tiene hoy la docencia. “La escuela hace lo que puede. A veces se le exigen demasiadas cosas. Estamos hablando de un docente tiene a cargo entre 30 chicos durante cuatro horas durante casi todo el año. A eso hay que sumarle que la tarea docente está hoy demasiado tutelada: por el director del colegio, por el inspector, por el grupo de whatsapp de las madres... No hay profesión que tenga como la docencia a alguien que le esté soplando la nuca todo el tiempo”, contó.
¿Qué transformaciones ha sufrido el juego en las dinámicas familiares y educativas?
El juego, como todas las cosas en el tiempo, sufrió cambios y se trasladó a espacios más seguros. Todo el mundo le echa la culpa a las pantallas, pero el problema es que cambió la relación con la vereda y la calle, que dejaron de ser espacios seguros y por lo tanto dejaron de ser transitados por los chicos. La vereda y el campito no le ganan a la tecnología, pero hoy quedaron fuera del alcance de los chicos. 
Muchos responsabilizan por estos cambios a la tecnología, pero si vivís en un departamento y tu hijo no puede bajar ni siquiera al almacén solo, el problema no es la tablet. El juego, que antes estaba vinculado al despliegue en un espacio seguro, mutó. Sí es cierto que a medida que la calle se iba haciendo más insegura, el entretenimiento facilitado por la tecnología se fue haciendo cada vez más complejo y atrapante. 
¿Por qué la mayoría de los juegos sugeridos en el texto no tienen un sesgo competitivo?
No todas las personas tienen como meta competir en un ámbito. Las cosas que se hacen para competir exigen una asertividad, un grado de eficacia que no permite mucha exploración. Si uno está jugando al tenis con otra persona en un contexto no competitivo, lo más probable es que haga jugadas arriesgadas y tiros con mucha soltura, pero apenas arranca la competencia seguramente se va a enfocar en golpes seguros y en tiros que apunten a la eficacia. La competencia reduce la exploración.
Yo tuve la suerte de tener un éxito no temprano. Eso me permitió empezar a trabajar en barrios perdidos de la Argentina. Gracias a eso durante cuatro años me dediqué a explorar, a jugar, a experimentar. En un teatro de la calle Corrientes con 900 personas, difícilmente hubiera dejado mucho librado a la experimentación. A eso se le suma que muchas veces el rol de los padres frente a la competencia de los hijos es muy abrumador. Los chicos terminan a ahogados por la expectativas paternas.
Marcás una tendencia a forzar diagnósticos que requieren de la intervención de un profesional de la medicina o la psicología ¿Cómo se explican el miedo y la frustración en un entorno donde se multiplican los discursos a favor de la diversidad y el respeto al diferente?
Estamos en una época en la que por una parte recibimos mensajes constantes que nos invitan a ser nosotros mismos, pero la realidad demuestra otra cosa: apenas te salís un milímetro de lo establecido ya sos un fenómeno “freak”. Estamos en una época donde hay mucha normatividad. Y eso no es bueno. Los márgenes de lo normal son mucho más flexibles. Por eso la idea del juego es que el chico se descubra a sí mismo sin una presión de competencia o de repetir un modelo. Los chicos tienen que encontrar su propia voz.
“Del humor no nos podemos alejar, al menos sin riesgo de alejarnos de la ética”, decís en el libro. ¿Cómo se interrelacionan esas dos dimensiones?
A mí se me hacen confiables las formas del autoridad que tienen cierto grado de humor. Las otras formas de autoridad se me hacen muy rígidas, por imponerse desde un lugar de poder. Quien tiene la capacidad de hacer humor sobre sí mismo se corre del lugar de poder. Es más ético. La autoridad sin humor deja siempre al otro en el lugar de receptor pasivo y coloca a quien ejerce la autoridad en un rol incuestionable. 
También sostenés que una de las reglas de tu humor es nunca hacer chistes con las cosas que no querés, con las que no te generan afecto ¿En qué cuestiones pensás que el humor no es viable?
Lo principal del sentido del humor es el sentido de la oportunidad. El mejor chiste si es inoportuno se trasforma en un mal chiste. Hay cosas con las que no se hacen chistes. El humor no es un bien en sí mismo que debe ser aceptado universalmente. Desde un lugar de poder no se pueden hacer un chiste o una ironía hacia alguien que no tiene los mismos recursos que vos. Cuando hay una relación asimétrica de poder no se puede hacer humor porque eso constituye abuso de poder. Ahora, en contextos de igualdad o desde abajo hacia el que tiene poder sí es posible porque desarmás la autoridad del otro. Por eso el humor y la ética van de la mano. El humor tiene que ser una herramienta de afecto o de disolución de autoridad. No debe funcionar nunca como un atajo o un recurso para decir algo que a uno le cuesta enunciar.
 

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