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San José de los Cerrillos y la “guerra del campanario”

Ocurrió a fines de los años 30 del siglo pasado.
Domingo, 31 de marzo de 2019 00:34
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La semana pasada en esta misma columna, nos ocupamos de contar tanto el origen del pueblo de Cerrillos como también del culto a San José. Hechos que se consolidaron a partir de la “donación a San José” que concretó doña Isabel Díaz de Zambrano en nombre de su fallecido esposo, José Iradis.

Y como esta donación se plasmó en sede eclesiástica (Curato del Rosario de los Cerrillos) en el año 1800, el asunto con los años trajo consecuencias como las que veremos en esta ocasión. Es que cuando a fines del siglo XIX, la provincia comenzó a organizar el registro oficial de bienes inmuebles, muchas propiedades fueron asentadas en forma imperfecta. Y justamente eso fue lo que ocurrió con el predio donado por José Iradis “al santo San José”, como le decían.

Ocupación de los terrenos

La imperfección del titulo de propiedad de San José, y que en realidad debería haberse registrado como bien del Obispado primero y del Arzobispado después, trajo como consecuencia que a mediados de los años 30 del siglo pasado, lo dueños legítimos de la excasona de don José Iradis, reclamaran como propio parte del predio donado a San José. Era un espacio libre, colindante con el edifico de la iglesia pero que en uno de sus ángulos, el presbítero Serapio Gallegos, había hecho construir el campanario exento del templo.

Y luego del reclamo verbal, los dueños de la casona pasaron a los hechos, ya que un buen día de 1937 o 1938, domingo para mayor dato, resolvieron tomar el toro por las astas y, sin acción judicial alguna, ocuparon y alambraron el predio que reclamaban, con campanario y todo. Y así fue que cuando esa mañana dominguera se presentó el sacristán, don José María Luna, a tocar las campanas para llamar a misa de ocho, se dio con la novedad de que no podía acceder al campanario por estar corraleado por un alambre tejido tipo rombo, de casi dos metros de alto. Asustado José María, de inmediato se dirigió a la casa del cura Peralta para ponerlo al tanto de la novedad. No bien el párroco tomó conocimiento de lo sucedido, salió sotana al viento rumbo a la iglesia para verificar el atropello. Y llegado al lugar, se dio con que no solo no se podía acceder al campanario sino tampoco a la sacristía, pues el alambrado extendido a lo largo de la noche, además de corralear al campanario, estaba puesto contra de la pared sur del templo. Y justamente allí se encontraba la puerta de acceso al templo desde la sacristía. Y si no se ingresaba por ahí, tampoco se podía abrir el portal del templo por dentro.

Al ver esto, Peralta se dirigió primero a la Policía y después a la casa de los ocupantes, a metros del templo. 

“Después que toqué varias veces las manos en la galería del frente -contaba Peralta- salió el dueño de casa quien me preguntó muy tranquilamente, qué hacía tan temprano. Le pregunté qué significaba ese alambrado, y muy risueñamente me contestó levantando los hombros: ‘y cercar mi terreno...’. 
¿Cómo tu terreno? Ese terreno es de la iglesia, de San José, así dice la donación de Iradis...” . 

Mirá Ángel -me respondió- ese terreno es mío, de donde sacaste que un santo tiene terrenos aquí en la Tierra; eso podrá ser en el cielo, pero aquí ni minga.... Lo único que puedo hacer por ahora y por ser domingo, es dejar que ingresen a la sacristía y al campanario para la misa de once...”, dando así por concluida la explicación. Ante semejante respuesta, el cura se retiró indignado y pensó, seguramente jurando para su adentro, tomar represalias, ya que la Policía miraba para otro lado, quizá por el peso social y político que tenía la familia dueña de la casona.

La misa con sermón y los corrillos de la plaza 

En misa de once el cura párroco explicó detalles de los terrenos donados por Iradis a San José.

Aquella mañana, Peralta no perdió tiempo en rabietas ni lamentos. Y como él era del pueblo y todos lo conocían, aprovechó ese día para invitar a misa de once a vecinos caracterizados y a propietarios de las haciendas vecinas, como los Villa, Saravia Cánepa, De los Ríos, Cánepa, Peretti, Macaferri, Puppi y Hoyos. 

Y así fue que luego de que el sacristán José María llamara por tres veces a misa de once, una multitud colmó la iglesia. El gentío ya no cabía en ningún rincón del templo. Se había acomodado en la sacristía, en el bautisterio, el coro, atrio y hasta en la calle y en la plaza. Todos esperaban que el cura párroco hable y explique lo del cercado del campanario.

Misa y sermón 

A la hora indicada, comenzó la misa y cuando llegó el momento del sermón, Peralta, con la locuacidad que lo caracterizaba, explicó al detalle el tema de la donación de los terrenos y la ocupación de esa mañana por parte de los por entonces dueños de la excasona de Iradis. El hecho fue que al concluir la misa, la gente salió indignada con la actitud de los ocupantes. No concebían que el campanario ya no formase parte del templo que conocían de niños. La gente se retiró del templo pero en la plaza se formaron corrillos donde reinaba la indignación y un malestar general. 

Reunión y versiones

A todo esto, cura párroco, vecinos caracterizados y finqueros mantenían una reunión a puerta cerrada en la sacristía, mientras afuera, corría la terrible versión de que los ocupantes pronto comenzarían a demoler el campanario. 

Tarde de malones e incendios

Los ocupantes del terreno del campanario, nunca más volvieron a Cerrillos

Al mediodía del aquel domingo, las campanas no dieron las doce. El campanario corraleado permaneció en silencio pero en el pueblo, que no tenía más de mil almas, reinaba una calma chicha, como aquellas que presagian las tormentas. 

Como a las seis de la tarde comenzó a escucharse que, por distintas calles y callejones, ingresaban al pueblo contingentes de gauchos bien montados, y todos pertrechados con piolas y lazos. 

Como por entonces Cerrillos era un pueblo tranquilo, casi sin automotores, el ruido que hacían los cascos de los caballos en el suelo, se podía escuchar desde lejos. La gente comenzó a salir de sus casas para ver que pasaba con semejante movilización hípica, y por supuesto, no faltaron los curiosos que preguntaron a los gauchos adónde iban. Y la repuesta en todos los casos fue: “a la iglesia”. Y tras los gauchos se fue la gente que de a poco comenzó espontáneamente a concentrarse en la plaza principal para observar los sucesos.

De pronto, las cuatro calles de la plaza estaban llenas de gauchos llegados de fincas vecinas: Colón, El Colegio, La Falda, La Curtiembre y Santa Teresita, pero principalmente de San Miguel, de los Cánepa (INTA). 

En eso, y cuando la plaza ya estaba llena de gente, uno de los gauchos instó al resto de los jinetes a alistar sus lazos y piolas. Y cuando ya estaba todo listo, un grito enardeció a los gauchos: “al alambrado”. En el acto, se arremolinaron hombres y bestias en medio de gritos y relinchos, al tiempo que los jinetes lanzaban sus animales contra el alambrado del campanario. A poco, el cerco comenzó a aflojar ante el empuje de la caballada, en tanto otros diestros enlazaban los postes y comenzaban a tironearlos con sus cabalgaduras. En pocos minutos, el cercado estaba en el suelo al igual que los postes que los gauchos arrastraron con sus lazos hasta la calle principal. Allí los apilaron y prendieron fuego con la ayuda de la gente de a pie. 

Ahora el campanario estaba liberado y los ocupantes esa misma tarde escaparon por un portón trasero del caserón y nunca más volvieron a reclamar bienes de San José.

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