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Ayer se conmemoraron los 169 años del fallecimiento de José de San Martín, uno de los mayores estadistas de nuestra historia, reconocido como el Padre de la Patria. La historia lo recuerda por sus éxitos militares y por las características épicas de su epopeya, pero lo consagra como el estratega de la construcción de una América independiente.
Junto con Manuel Belgrano y Martín Miguel de Gemes coincidieron en la necesidad imperiosa de expulsar del territorio americano a las fuerzas realistas, supieron gestionar el apoyo de Buenos Aires y la acumulación de recursos para financiar la campaña, y lograron victorias decisivas.
Pero muchas veces pasan desapercibidas las dificultades y las derrotas, que describen también la dimensión política de esa gesta.
San Martín, como sus hermanos, eran militares españoles nacidos en nuestro suelo. Combatieron al servicio de los borbones, pero el Libertador se sintió defraudado con esos monarcas y con la intervención napoleónica. Convencido de los valores de la Revolución Francesa, pero opuesto a las arbitrariedades jacobinas, renunció al Ejército español con un objetivo de muy largo plazo: construir la independencia de América y consolidar un poder centralizado, que imaginaba monárquico.
La historia de San Martín muestra que un ejército eficiente no es una maquinaria de destrucción, sino un instrumento de la política. Así lo demostró su desempeño en Mendoza, en Chile y en Lima.
Como paradoja, durante medio siglo, entre 1930 y 1983, invocando el nombre y el prestigio del creador de los Granaderos a Caballo, las Fuerzas Armadas participaron del atropello a las instituciones, en un ciclo de progresiva degradación de la política y de socavamiento del orden jurídico que culminó en la violencia y el terrorismo de Estado.
San Martín fue un estratega extraordinario, capaz de concretar una de las mayores hazañas militares que haya conocido el mundo, pero lo hizo inspirado por una fuerte vocación institucional y abogaba por la sanción de la Constitución.
Fue un político, capaz de imponerse a las resistencias o los caprichos de algunos sectores y construir la confianza de campesinos, indígenas y negros para formar tropas de elite, como los Granaderos y el Ejército de los Andes.
Contrariamente a lo que está instalado en el imaginario público, la confrontación no fue entre criollos y españoles, sino entre patriotas y monárquicos.
Todos se identificaban como españoles. La crisis política de España dividió así a la sociedad de lo que hoy es América latina y tanto en las corrientes políticas como en las tropas, había nativos y peninsulares.
Las campañas militares se llevaron adelante en momentos de incertidumbre y de escasez de recursos; la independencia fue una construcción que demandó tiempo y perseverancia.
El éxito, tras diez años de guerras, se debió a que, a pesar de las diferencias políticas en el seno de los revolucionarios, prevaleció la voluntad de construir una nueva nación.
Si la historia es maestra de vida, la experiencia argentina a partir de 1810 enseña ciertos valores que deberían ser rectores de la vida política contemporánea. En primer lugar, la convicción y el altruismo de los próceres, que dejaron en sus campañas gran parte de sus vidas, o la vida misma, como Gemes.
También es central la perseverancia para la construcción institucional, como se reflejaría en 1853 en una Constitución nacional lograda por consenso luego de treinta años de guerra civil.
San Martín fue un líder político, entre otras cosas, porque en cada paso que dio, especialmente desde la formación militar de las tropas, evitó que estas actuaran como fuerzas de invasión, en una época en la que cada batalla era seguida por el saqueo con el que los soldados se cobraban su trabajo y su riesgo.
Y fue un verdadero dirigente porque supo mirar la realidad de la gente, el escenario del mundo y el futuro de la región, sus riesgos y sus posibilidades.
Y pasó a la historia porque fue un patriota que, durante más de diez años, escuchó a su pueblo, caminó junto a su tropa y coronó con el éxito un proyecto formidable.