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Hasta hace unas décadas el llamado Monte de Villa en Cerrillos era un extenso bosque nativo donde abundaban los algarrobos, churquis, talas, garabatos, uña de tigre y una gran cantidad de cactáceas que formaban una verdadera maraña. El suelo estaba poblado de hormigas, ciempiés, lagartijas, iguanas, quirquinchos, tortugas y víboras yararás, además de culebras. Entre los mamíferos abundaban cuises, zorrinos, comadrejas, zorros y la tan codiciada corzuela, un cérvido de unos sesenta centímetros de altura. Y entre las aves estaban las de rapiña, carroñeras, palomas sachas, urpilas y bumbunas. También pavas del monte, loros, perdices y guaipos, además de otras de menor valor para los cazadores. Con el tiempo, esta rica y variada flora y fauna fue desapareciendo, tanto por el paulatino desmonte como por la caza practicada desde tiempos de la colonia.
Pero la cacería que logró perdurar fue la de las palomas urpilas y bumbunas, especialmente en horas de la noche. Y se practicó tanto hasta que en ese extenso monte comenzó a aparecer el temible “Toro astas de oro”.
Quienes alguna vez lo vieron, contaron que era un inmenso toro negro, relumbroso, ojos en blanco y centelleantes, astas doradas y con un bufido tan horroroso que erizaba hasta los pelos de un perro. Pero como si eso fuese poco, decían que el inmenso vacuno solía aparecer sorpresivamente para de inmediato comenzar a perseguir a los cazadores. Y los correteaba hasta extenuarlos y entonces los golpeaba en el suelo hasta dejarlos malheridos por las cornadas que les asestaba en sus furibundos topetazos. Pero había una sola cosa que paralizaba al terrible “Toro astas de oro”: el canto de un gallo. De ahí que muchos cazadores lograron salvar el pellejo, gracias a que en medio de las correteadas y embestidas tuvieron la suerte de que cantara un gallo, a medianoche o al alba. Pero aun salvando el pellejo, los hondeadores siempre quedaban tirados, sedientos y perdidos en ese inmenso monte que por entonces llegaba hasta el río Arenales. Y fueron los que lograron salvar milagrosamente sus vidas quienes después contaron las penurias que habían pasado por la repentina aparición del “Toro astas de oro”. Pero aún así, muchos descreídos siguieron yendo a cazar al monte, aunque siempre tomando la precaución de regresar antes de la oración.
El caso del “Duro” Lera
Uno de los perseguidos por el temido “Toro astas de oros” fue el “Duro” Lera, un veinteañero grandote, muy aficionado a la caza nocturna de palomas. Según él, allá por los años 50 resolvieron con otros tres changos ir a cazar palomas al Monte de Villa después de la primera helada.
“Una tarde fría -dijo Duro- salimos para el Monte de Villa. Nos aviamos de piedras en el pedregal de los Peralta y después por las vías del tren caminamos hasta la finca Retiro, donde bajamos para internarnos en el monte. Después de un largo trecho y cruzar varios alambrados, llegamos al anochecer al lugar que habíamos elegido para comenzar a palomear. Pero como aún no se había hecho bien de noche, nos sentamos un rato para después comenzar a buscar las palomas entre el follaje de los árboles. Estábamos a la orilla de una acequia y ahí nos quedamos charlando y fumando mientras se adentraba la noche y el frío comenzaba a asentarse. Ahí estuvimos más de una hora conversando de aparecidos, hasta que el frío nos obligó a ponernos en movimiento y comenzar a cazar. Cuando ya llevábamos más de una hora hondeando y teníamos varios ‘bichos’ en la bolsa del sulka, resolvimos hacer un alto cuando la noche ya se había puesto más oscura que el diablo. Apagamos el mechero y vimos que el cielo estaba bien estrellado. Tratamos de calcular la hora recordando el paso del tren a Salta. Así fue que creímos que ya era cerca de las once y media de la noche, y por lo tanto reiniciamos la palomiada pues queríamos estar de vuelta a las tres de la mañana. Encendimos el mechero, apagamos los puchos y empezamos de nuevo a hondear siguiendo un caminito del monte, olvidando que eso no se debía hacer en el Monte de Villa, según viejos palomeros. ‘Son engañosos y llevan a lugares peligrosos’, decían. Llevados por el entusiasmo, seguimos hondeando muy conformes por la cantidad de palomas que encontrábamos arracimadas en las ramas del monte bajo. De pronto, bien atrasito nuestro, escuchamos clarito un horroroso bufido de un toro. El resoplido nos paralizó por un momento pero cuando nos dimos vuelta, vimos una mole negra con forma de toro. Era inmenso el animal, sus astas doradas y como si fuesen de oro, brillaban en medio de la noche; sus ojos estaban en blanco, como los de un muerto, y de su boca no solo salía ese bramido que nos estremeció, sino que también exhalaba ese olor nauseabundo del azufre, propio de mandinga. Nunca habíamos visto un animal de ese tamaño y menos con ese terrible aspecto. Y no bien lo miramos, la bestia se nos vino encima por sobre las ramas mientras seguía emitiendo ese bramido espantoso que nunca olvidaré. Nos echamos a correr y el toro por atrás. En la correteada empezamos a perder todo lo que llevábamos. Corríamos a ciega, llevándonos todo por delante, espinas, troncos, piedras y arbustos. La ropa se nos iba rompiendo y de los cuatros yo iba último. En eso, cuando disparaba como podía, sentí un golpe terrible en la cintura, tan fuerte que me hizo volar por el aire y caer pesadamente sobre una maraña de yuyos y espinas. Era que el animal me había alcanzado y dado un feroz topetazo. Ya en el suelo se me vino a los astazos y así me llevó rodando un buen trecho, golpeándome contra todo lo que encontraba al paso. Por ahí logré hacer pie y correr al tum tum, pero el toro en seguida me alcanzó. Me levantó de nuevo por el aire y cuando caí se me vino encima tratando ahora de pisarme con su enormes pezuñas delanteras hasta que de pronto se sintió cerca el canto de un gallo. Entonces, como por arte de magia, la mole negra embravecida y rugiente que trataba de matarme se disolvió en la oscuridad de la noche. Quedé tirado, aterrorizado, dolorido y con miedo de que se vuelva a presentar. Grité a mis compañeros para que me socorran pero nadie me contestaba. Todo era silencio, frío y oscuridad hasta que perdí el conocimiento. Al otro día, ya con el sol alto, los changos y dos policías me encontraron tirado, casi sin ropa, con el brazo quebrado y con lastimaduras por todas partes. Estaba lejos de donde habíamos estado palomiando aquella noche, y los yuyos de los alrededores estaban quebrados, como si algo hubiese pasado por encima de ellos. Cerca encontraron la bolsa del sulka pero adentro no había nada, ni una sola paloma de las tantas que esa noche habíamos volteado. Eso sí, en el aire todavía se podía oler el penetrante olor a azufre y por eso, todos quedamos convencidos de que esa noche era el diablo con forma de toro el que nos había atacado”, concluyó “Duro” Lera que aún estaba con su brazo enyesado.
El relato del “Indio” Samuel
Decía que el toro salía de un socavón donde enterraban a los vacunos.
Otro personaje que solía contar sobre la aparición del “Toro astas de oro” fue el ya desaparecido “Indio” Samuel. Solía decir que cuando él trabajaba en la finca Colón donde está el monte, un día había encontrado por casualidad el misterioso lugar donde de noche salía el tan mentado “Toro con astas de oro”. Dijo que era un socavón donde los antiguos patrones de esa inmensa propiedad solían enterrar las cabezas de los vacunos que sacrificaban. “Ahí solo se enterraban las cabezas, enteras, completas, sin descarnar, y el encargado de sepultar era el hombre de mayor confianza del patrón. Nadie más podía hacer ese enterramiento y, además, ese lugar en medio del monte era un secreto”, recordaba el “Indio” Samuel.
Según se supo años después, enterrar las cabezas enteras de los vacunos en un socavón era una práctica que los antiguos patrones de la propiedad habían traído desde el Alto Perú. Lo mismo ocurría en la finca El Colegio, expropiedad jesuítica. Nunca se pudo saber las razones de ese rito, pero lo cierto es que desde el interior de la sepultura, casi secreta, salía de noche el espantoso “Toro astas de oro”. No faltaron quienes aseguraban que el enorme animal siempre perseguía hasta matar, a cazadores y hachadores que iban por animales o leña. Y si el gallo no se interponía con su canto, el toro terminaba matando a los furtivos visitantes. Y que luego de muertos, los llevaba en la punta de sus dorados cuernos hasta la cueva donde los escondía y nunca más se volvía a saber de ellos. Por eso en Cerrillos de antaño, cuando alguien desaparecía sin razón alguna, la gente repetía: “Se lo llevó el Toro astas de oro”. Quizá eso ocurrió con añejos personajes como “Cacaca”, “Pitifoide”, “Buropila”, “Imeroi” el “Negro Lucero”, “Rupachico” y tantos más. De todos modos, no faltan quienes aseguran que desde ese secreto osario de cabezas vacunas ya no sale aquel temible toro sino que en agosto, de ese mismo lugar, se eleva un farol que es cupe fuego.