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Dice el historiador francés Pierre Nora: "La memoria depende en gran parte de lo mágico y solo acepta las informaciones que le convienen. La historia, por el contrario, es una operación puramente intelectual, laica, que exige un análisis y un discurso críticos".
El 24 de marzo de 1976 (evocado como el Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia) aparece como si fuera la jornada fundacional de la violencia política argentina. Es decir, en nombre de la "memoria" se parcializa esa "memoria". A la historia no la escriben los que ganan; estos suelen construir un relato épico, trágico y heroico. Pero esa es la mala memoria. La historia la escriben los historiadores, que analizan pruebas, documentos y contexto. Y dicen otra cosa: ese día negro de nuestra historia consumó una ola de autoritarismo y violencia que atravesaba gran parte de la experiencia argentina y que había obstruido, sistemáticamente, la construcción institucional del país.
La sucesión de golpes de Estado durante cuatro décadas, el exilio de Juan Domingo Perón, el bombardeo sobre Plaza de Mayo y la masacre de Trelew son datos más que elocuentes del ámbito en que se desarrolló la formación política de varias generaciones. El asesinato de José Rucci, dos días después del categórico triunfo de Perón fue el síntoma de la fragilidad de las convicciones democráticas entre los argentinos en esos días.
Los golpes de Estado siempre quedaron impunes. Nadie recordó que cada uno de ellos fue un "crimen de lesa patria". Los golpes naturalizaron la violencia, que se convirtió en el lenguaje de la política. Los Derechos Humanos eran por entonces un dato decorativo en la Argentina.
El golpe militar encabezado por Videla, Agosti y Massera fue el paroxismo de la violencia y el sadismo. De inmediato dejaron en claro que su prioridad iba a ser exterminar a las organizaciones armadas y a todos aquellos que colaboraran con ellas. El fracaso económico y la derrota militar precipitaron el fin de esa dictadura. Tan oscurantista como las que la precedieron, pero mucho más sanguinaria y perversa.
Esta vez no hubo impunidad. La historia recordará siempre a Raúl Alfonsín como el presidente que fue capaz de convocar a gente muy valiente y crear la Conadep. Y llevar a juicio a militares con poder de fuego, a pesar de que Italo Lúder, desde el PJ, recomendaba la amnistía; es decir, el olvido.
La experiencia, sin embargo, no parece fructificar en un cambio de cultura. La mala memoria es cotillón electoral. Videla es el rostro emblemático del autoritarismo; no obstante, las desapariciones sistemáticas de los seres humanos, las torturas y el robo de bebés deberían inspirar entre nosotros la práctica de la tolerancia, la sensibilidad y el respeto a la vida ajena. No es lo que ocurre. La militancia en la Argentina suele discriminar y medir con doble vara los atropellos. La ideología o la militancia de la víctima y el victimario, en democracia, no deberían influir en la sanción o el reproche. Pero influyen.
El progresismo guarda silencio ante los crímenes de Nicolás Maduro e idealiza gobiernos autoritarios y violentos como los de China, Rusia o Irán, a los imagina como socios.
La universalidad de los derechos es inherente a la democracia. Sin pluralismo y sin tolerancia, impera el autoritarismo. La ideología construye una memoria corta, por eso, a veces parece que no aprendimos nada.
La violencia social y la discriminación por razones étnicas, sociales, ideológicas o de género -internalizadas en nuestra cultura- están en ebullición. Son emergentes de una situación social agravada en los últimos 45 años.
Ese es el desafío de los derechos humanos. La "memoria" no es un talismán democrático, pero puede ser el señuelo del clientelismo cada día más consolidado.
La "historia", en cambio, enseña que la democracia es una construcción basada en el compromiso ciudadano, en la pluralidad y el respeto -irrestricto y sin trampas ni componendas- por la ley y por los otros.