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¿Un nuevo orden para un nuevo mundo?

Domingo, 13 de marzo de 2022 02:07
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Jay Parini, en el bello e ineludible libro "Borges y yo", recrea el encuentro que tuvo siendo joven con nuestro genial escritor en Escocia. En él, "Borges", el personaje, dice: "La guerra es siempre un último recurso para cualquier nación, una admisión de derrota en sí misma. Jamás debe entrarse en un conflicto con una sensación de triunfo, con el más leve júbilo. Una guerra es un funeral gigantesco. Se debe entrar en batalla con tristeza, con humildad, con la cabeza gacha, con plena conciencia de estar cometiendo algo, tal vez, imperdonable (...). En lo personal, jamás aprobaría ninguna retórica exultante sobre ninguna guerra. No hay gloria en guerrear: solo hay vergenza de no haber tenido suficiente imaginación como para evitar ese tropezón que deviene caída al abismo ". Hoy hago mías sus palabras.

Rusia invadió Ucrania en un acto brutal que desafía toda la doctrina internacional establecida luego de la Segunda Guerra Mundial. Peor, lleva adelante una guerra criminal que nuestro país condena de manera zigzagueante y contradictoria; forzado por las circunstancias y no por convicción.

Esta guerra, sin embargo, es solo un fotograma y parte de una película que se inició hace varias décadas atrás. Entre la caída del Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989, hasta hoy, el mundo sufrió la Guerra del Golfo en 1990; la guerra de los Balcanes en 1993; el ataque al World Trade Center el 11 de septiembre de 2001; la segunda guerra de Irak en 2003; la crisis financiera de 2008; la anexión de Rusia de varias porciones de territorios vecinos hasta llegar a la anexión de Georgia en 2008 y de Crimea en 2014; la pesadilla humanitaria en Siria; la crisis migratoria de 2015 en Europa; la elección de Donald Trump y su derrota ante Joe Biden; el proceso del Brexit; la parálisis de la OTAN ante la disputa de dos de sus miembros -Francia y Turquía- en 2020, y la pandemia de COVID-19 entre algunos hitos significativos. Una larga película con consecuencias que solo ahora comenzamos a vislumbrar.

"¿El fin de la Historia?"

En 1988, Francis Fukuyama publica el artículo "¿El fin de la Historia?". En él prevé el derrumbe del socialismo, el fin de la Guerra Fría, y especula con el fin de la Historia entendida esta como devenir político ideológico.

Habla del triunfo de la "idea occidental" como conjunto de valores culturales, económicos y de aspiraciones sociales. Para él, este "sistema de valores" habría logrado prevalecer y ya no encontraría obstáculos para expandirse y florecer.

La caída del Muro de Berlín es un momento icónico del siglo XX; el Muro pautó por completo nuestro pensamiento político: primero por su existencia y luego por su desaparición. Con su caída se inicia una "Era de la Imitación". Un universalismo como culminación de un proceso que habría arrancado en la Ilustración. Se acuñarán términos como "armonización", "globalización", "liberalización" y otros; todos ellos siempre buscando significar una "modernización" por imitación y una "integración" por asimilación. El mundo parece embarcado en este proceso de globalización universal, que se sugiere indetenible.

Sin embargo, en 1994, Václav Havel, dramaturgo y presidente de la República Checa, afirmaría en un artículo, también célebre: "Los conflictos culturales, en aumento, serán más peligrosos hoy que en cualquier otro momento de la historia". Conflictos culturales. Enfrentamiento de valores.

La "manera adecuada" de vivir

A medida que transcurren las décadas, el fenómeno de la "democracia universal" comienza a mostrar un desarrollo paradójico. Los países que no gozan de ella la buscan de manera activa, incluso a través de la violencia, mientras que países democráticos e icónicos comienzan a cuestionarla o a socavarla a través de demandas sociales colectivas. Como si la democracia ganara lugar como "idea fuerza" en países o lugares más autoritarios y perdiera terreno en países libres y de larga tradición democrática.

Lo primero es lógico. Con ciudadanos que pueden acceder a toda la información disponible en el mundo, las 24 horas del día, un régimen autoritario tiene problemas a la hora de querer imponer la idea que "el gobierno conoce mejor que nadie las necesidades de sus ciudadanos". Como dijo Gilles Lipovetsky: "la globalización también es una cultura". (...) el modo de vida occidental, hecho de libertad, seguridad y consumo, sigue siendo codiciado y, cuando es posible, copiado". Otra vez la idea de imitación.

Lo segundo no parece serlo tanto, a menos que reconozcan la gran cantidad de demandas insatisfechas que existen en el seno de distintas sociedades occidentales y que se traducen en profundas crisis dentro de ellas y en sus instituciones.

Es como si, luego de haber superado la lucha sobre "cuál es la mejor forma de gobierno", la disputa fuera ahora sobre un tema por completo diferente y para el cual ni las sociedades ni los Estados están preparados: la discusión sobre "cuál es la forma adecuada de vivir".

Una respuesta que se encuentra mucho más cercana a la cultura y a los valores comunes que las distintas sociedades -o que las distintas generaciones- tengan o compartan en un momento dado. Mucho más que a las ideologías sobre las que basan su legitimidad las instituciones y Estados; ideologías que van quedando atrás en esta puja y parecen volverse irrelevantes y carentes de contenidos movilizadores para estas nuevas generaciones.

Estas diferencias culturales y de valores, lejos de desaparecer, son catalizadas alrededor del concepto de "plausibilidad cultural". La ruptura cultural voluntaria -jóvenes ciudadanos de un país cualquiera que, no solo no se sienten representados por ese Estado, sino que, además, se perciben excluidos por esa sociedad- es un fenómeno que cobra vital importancia para explicar las identidades que se forjan alrededor de estas “afinidades o plausibilidades culturales”. Sirven como ejemplos el fenómeno del “resurgimiento islámico”; el nacimiento de “democracias iliberales”; la aparición de populismos -tanto de derecha como de izquierda-, como el crecimiento de partidos de extrema derecha.
En este contexto de turbulencia política y social no es menor la aparición de movimientos revisionistas disruptivos del orden internacional imperante, encarnados por Rusia, China o Turquía.

 La democracia en jaque

La tecnología impulsa un cambio donde, por un lado, aumenta la productividad, pero, por otro lado, empuja los salarios a la baja mientras elimina empleos.
Es difícil entender fenómenos como los que encarnan Donald Trump en Estados Unidos, Jair Bolsonaro en Brasil, Jean-Marie y Marine Le Pen en Francia, el crecimiento del partido político alemán neonazi Alternativa para Alemania (AfD) o, incluso, el Brexit en Gran Bretaña, sin entender esta dinámica particular del mercado de trabajo -entre otros temas, por supuesto- donde, por primera vez desde la posguerra, amplios segmentos de las poblaciones occidentales perciben estar perdiendo poder adquisitivo año tras año, y comienzan a tener la certeza de no poder alcanzar un nivel de vida más elevado que el de sus padres.
La combinación de pobreza y desempleo crecientes es una amenaza a la sustentabilidad de una sociedad liberal. Con el aumento sostenido de la desigualdad, los ciudadanos se muestran menos dispuestos a creer que su gobierno es “en verdad democrático”, restándole legitimización al sistema. El fenómeno es global y entenderlo requiere de una perspectiva global.
La política tradicional y la democracia están atoradas, desafiadas por los movimientos populistas o radicales extremos, enfurecidos ante las olas migratorias, el miedo al desempleo, la pérdida de poder adquisitivo o la pérdida de la identidad cultural y nacional. Peor, hay una percepción creciente en las distintas sociedades de que las elecciones no van a cambiar en nada el estado de las cosas. Ante esto, las poblaciones pueden sentirse tentadas a buscar líderes fuertes y a privilegiar atajos.
La política tradicional se encuentra empantanada buscando un plan que se ajuste al mandato popular, cuando, en realidad, pareciera no haber ninguno. Mientras una gran cantidad de intelectuales plantean el problema como un “problema de oferta” -la política no está preparada para dar respuesta a la sociedad-, otros lo plantean como un “problema de demanda” -las sociedades fragmentadas, identitarias, polarizadas y altamente demandantes multiplican sus pedidos sin dejar que los sistemas puedan dar abasto ante tantos requerimientos-. En mi opinión, se puede tener gripe y neumonía al mismo tiempo. 
Así, nos encontramos frente a un Occidente debilitado, con retos a futuro monumentales, entre ellos un notable “envejecimiento poblacional” con un traslado de la población mundial de oeste a este; tasas de inflación inauditas para países occidentales -EEUU entre ellos-; potenciales crisis de deudas soberanas; procesos migratorios masivos crecientes por muchas razones; problemas debidos al calentamiento global; un aumento de la automatización y robotización de la mano de tecnologías -disruptivas-; todos desafíos que pueden corroer aún más la fe en el capitalismo liberal democrático. En especial cuando la presión por mantener poblaciones añosas con un desempleo e inflación en alza aumente la competencia por recursos naturales y mercados. El “antiguo establishment” se va tornando obsoleto, con una menor legitimidad y sin mandatos válidos.
Así, a la crítica de lo viejo se suma la incertidumbre acerca del futuro y la cada vez más profunda insatisfacción respecto al presente. También el miedo al presente condiciona la posibilidad de imaginar y moldear un futuro mejor, haciendo que prevalezca el interés individual por sobre el interés colectivo.
Hoy, en pleno siglo XXI, la estabilidad que el mundo se atrevió a anunciar hace treinta años comienza a crujir y a resquebrajarse por varios lados, mientras surgen espacios para autocracias iliberales y conflictos armados impensados muy poco tiempo atrás.
El mundo se está reconfigurando en un nuevo orden global cuyo final es difícil de anticipar. La política y la sociedad global están embarcadas en un proceso similar.
Tiempos complejos. Solo esperemos no despertarnos, un día, viviendo en la República de Gilead. (1)
(1) Una ficción sobre un gobierno de fundamentalistas religiosos en Estados Unidos. “El cuento de la criada” (1985) , es una novela distópica de la escritora canadiense Margaret Atwood.
 

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