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Hace 40 años, la República Argentina intentó recuperar por las armas a las Islas Malvinas, usurpadas hace 189 años por el Imperio Británico; y con ellas, el ejercicio de la soberanía nacional sobre los archipiélagos del Atlántico Sur. Luego de 73 días de combate, las fuerzas argentinas debieron entregar Puerto Argentino.
Fue la única guerra que desarrolló nuestro país en el siglo XX.
La Nación entera siguió desde lejos, pero con los sentimientos muy cerca, todo lo que ocurría en las islas.
En forma unánime, el pueblo acompañó a nuestros soldados.
Quizá, recién después del 14 de junio, día de la derrota, se tomó cabal conciencia del dolor, los sacrificios y el esfuerzo que exigía estar en el campo de batalla.
Toda guerra es inhumana, por más que sea justa, o que así lo crean quienes la protagonizan.
Multitudes salieron a las calles, enfervorizadas. El jefe de la junta de comandantes, Leopoldo Fortunato Galtieri, parecía tocar el cielo con las manos aquel 10 de abril, cuando sobrevoló la Plaza de Mayo abarrotada de argentinos y teñida de celeste y blanco, junto con el Secretario de Estado norteamericano Alexander Haig.
La Argentina parecía encontrar, por fin, una meta nacional que amalgamaba a todo el pueblo. Pocos días antes, el 31 de marzo (36 horas antes del desembarco argentino en las islas), la mayor movilización sindical ocurrida durante la dictadura había sido brutalmente reprimida.
Fueron dos meses de cambios dramáticos en los ánimos de los argentinos. Desde hacía seis años, el terrorismo de Estado no solo había producido muertes, desapariciones forzadas, torturas y secuestros de recién nacidos, sino que había impuesto límites agobiantes a las libertades en general. Además, su gestión económica solo había generado inflación, había cuadruplicado la pobreza y generado una deuda externa inédita, seis veces mayor a la que había dejado el gobierno de María Estela Martínez de Perón.
A esa altura, era una dictadura en declive, y absolutamente impopular.
En 1978, por otra parte, el fallo a favor de Chile en el litigo por el Canal de Beagle había puesto a ambos países a horas de una guerra fratricida, que se hubiera desarrollado en todo el espacio territorial, afectando directamente a la población civil, provocando cientos de miles de víctimas y deteriorando para siempre los vínculos de las dos naciones. La providencial mediación del papa Juan Pablo II impidió un desastre inminente que parecía no conmover a los regímenes encabezados por Jorge Videla y Augusto Pinochet.
Pero aquella madrugada del 2 de abril, los argentinos nos despertamos sorprendidos por la recuperación de las Islas Malvinas, usurpadas 150 años antes por los ingleses y reclamadas desde entonces por todos los gobiernos y todas las generaciones.
El entusiasmo por lo que se sentía como una reivindicación histórica se transformó en optimismo triunfalista. Prevaleció la certeza colectiva de que Gran Bretaña no iba a atreverse a mandar su flota al Atlántico Sur y que, si lo hacía, le iba a resultar imposible doblegar la resistencia argentina.
Lo que no se percibió era que, con esa acción militar, el gobierno de Galtieri estaba desafiando a la OTAN, desde la debilidad.
El apoyo de los países latinoamericanos fue inmediato y generalizado, pero no pasó de lo enunciativo, salvo el caso de Perú, que ofreció la colaboración de su Fuerza Aérea.
Las expectativas de un respaldo diplomático y militar de Estados Unidos, la Unión Soviética o Europa, insinuada por el gobierno militar, no pasó de una ilusión.
El Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), también llamado Tratado de Río, un acuerdo netamente defensivo, fue concebido para actuar en caso de una invasión externa a cualquier país del continente. Durante la guerra del Atlántico Sur no se pudo aplicar: Estados Unidos sostuvo que el agresor, en este caso, era la Argentina y apoyó al Reino Unido en el marco de la OTAN.
El entusiasmo colectivo que despertó la recuperación de las Islas Malvinas nace de un sentimiento nacionalista, difuso y que traspasa ideologías, que se percibe entre los argentinos y que aflora con mucha fuerza en algunos momentos: los grandes éxitos deportivos y, con más energía y profundidad, durante esos días, cuando la recuperación de las islas australes parecía presagiar el comienzo de una nueva etapa histórica y, más aún, la recuperación de los objetivos nacionales.
Es posible que la percepción de esa tormenta de sentimientos haya llevado a Galtieri a confiar en la victoria militar y, más importarte aún, en convertirse en un “general majestuoso” (como lo llamó Haig) eternizado en un poder autocrático.
La derrota convirtió esos mismos sentimientos nacionalistas difusos en frustración y resentimiento; la consecuencia fue la pérdida de autoridad de la dictadura y, en los hechos, las Fuerzas Armadas dejaron de ser la alternativa de poder, un rol de comisariato que ejercían desde 1930, cuando fue depuesto Hipólito Yrigoyen y se consagró la “doctrina del poder de facto”.
Pero la dirigencia de la democracia debería tomar en cuenta que ese poderoso sentimiento nacionalista sigue vigente. Está latente en la cultura de los argentinos.
Ese sentimiento considera “sagrados” a la integridad territorial y la soberanía.
Por una parte, sigue presente la certeza de que los archipiélagos del Atlántico Sur son argentinos; además, no existe la menor duda de que nuestro país debe ejercer la plena soberanía en esos territorios, en la plataforma marítima y en nuestro sector antártico.
Esa soberanía no se puede ejercer sin desarrollo tecnológico de vanguardia y Fuerzas Armadas profesionales, despolitizadas y con equipamiento acorde a la extensión del país.
Además, con el mismo espíritu, hay que observar la flexibilidad de los criterios que se aplican en las usurpaciones de tierras privadas por parte de organizaciones autodefinidas “mapuches” en la Patagonia o “diaguita calchaquíes” en nuestros valles, que no solo avasallan el orden jurídico de la Nación, sino que erosionan seriamente esos dos valores: territorio y soberanía. Todo, con la anuencia de las autoridades nacionales.
Las Islas Malvinas quedaron regadas con sangre. Toda guerra es una tragedia, pero los derechos de una nación se defienden día a día, con firmeza democrática.
Las armas son un recurso extremo. Estas deben ser la última instancia.
Antes están la diplomacia, que desde 1833 ha exigido sin declinaciones la restitución de las islas, y un proyecto compartido por todos los argentinos, orientados a instalar a la Argentina como un país previsible, sólido y desarrollado, que imponga su autoridad a “la faz de la Tierra”.
Es un deber patriótico y el homenaje más profundo que debemos a los caídos en la guerra y a todos los ex combatientes que expusieron su vida y su futuro en nuestros territorios australes.