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"La policía de la memoria"

Domingo, 10 de abril de 2022 02:10
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Yogo Ogawa nos transporta, en su perturbadora novela “La policía de la memoria”, a un mundo extraño y surreal. Una realidad donde cuesta separar lo onírico de lo verdadero; una construcción metódica y sistemática que cuenta una historia muy cruenta, aunque sin el menor dramatismo.
La novela transcurre en una isla donde sus habitantes son forzados a perder la memoria. Al principio fueron las aves, y luego algunos objetos cotidianos. Luego seguían las ideas y las palabras que nombraban esas cosas, así como las sensaciones que la palabra y lo nombrado generaban. Al final se hacía olvidar hasta el propio cuerpo. Y todo aquel que por alguna extraña razón no podía olvidar -aquellos que, a pesar de la prohibición, todavía recordaban-, es perseguido y está fuera de la ley. La Policía de la Memoria se los lleva; desapareciéndolos. Aberración tan familiar para nosotros que nos remonta a épocas siniestras pasadas.
Por ejemplo, si el gobierno “hace olvidar” el concepto “sombrero”, todos los poseedores de sombreros se deben deshacer de ellos y todos los sombrereros se deben reconvertir y buscar otra fuente de trabajo alternativa. De manera extraña, esta reconversión no les acarrea ninguna crisis personal y hasta la significativa disminución de ingresos que esto les provoca es aceptada con cierta buena predisposición. O, al menos, con una callada resignación. Excepto claro, a aquellos a quienes la vida les ha escamoteado cualquier otro talento que no fuera aquel al que se habían dedicado hasta entonces. Si este fuera el caso, estas personas quedan al margen de la vida, deambulando por las calles y viviendo de la caridad ajena. Extraño; esto también es tomado con la mayor naturalidad.
Como en Argentina, donde ocho millones de argentinos viven en condiciones bastante parecidas a las descriptas por Ogawa. Gente por debajo de la línea de indigencia; al margen de la vida y de la sociedad viviendo del subsidio y de la caridad. Cinco millones de chicos entre ellos.

 El fin de la primavera

Es llamativa la capacidad de los seres humanos para adaptarnos a todo. En la isla, la vida se va haciendo cada vez más dura pero también, de una manera extraña y algo retorcida, también se va simplificando. Menos para recordar, menos para añorar; mucho menos esfuerzo para soñar y esforzarse por alcanzar un futuro. 
Sin embargo, al mismo tiempo, la vida se va volviendo más opaca a fuerza de carecer de proyectos; a fuerza de haber mutilado el deseo y anulado la posibilidad de un porvenir. Todo queda reducido a una inmediatez irreductible. A un aquí y ahora y nada más. Con un vocabulario cada vez más reducido y que expresa cada vez menos y con menos herramientas para imaginar abstracciones. Después de todo, ese es el trabajo de cualquier policía, eliminar la posibilidad del delito. Ya lo enunció Evgueni Zamiatin en “Nosotros”: “Si la libertad del hombre es nula, este no comete crímenes. El único medio para librar al hombre del crimen es librarlo de su libertad”. Sin vocabulario no hay abstracciones y sin pensamiento no hay libertad. El hombre así condicionado es dócil; obediente.
Familias desmembradas; gente perdida; retazos de memoria y nuevas construcciones; todo va sucediendo en un in-crescendo donde aquellos que puedan mantener intactas sus memorias deben vivir escondidos ya que se les va haciendo cada vez más difícil disimular o esconder su situación particular. Una cosa es disimular que no se recuerda qué es un sombrero; otra muy distinta es caminar cuando todos han perdido la habilidad de recordar que tienen piernas; o que las mismas se usan para poder caminar.


La protagonista de la novela escribe un relato que cobra vida. Algo muy difícil de lograr -ser una escritora-, cuando el concepto de “novela” desaparece; cuando desaparece la habilidad de narrar historias. Ojalá nosotros perdiéramos la habilidad de narrar relatos inverosímiles que luego pretenden transformarlos en realidad y que buscan que los creamos sin cuestionarlos. Los relatos no resuelven los problemas que crea la realidad.
En un momento dado desaparecen los calendarios. Imprevisible como suena, la primavera nunca llegaría y la isla se quedaría encerrada para siempre en un eterno invierno nevado. Nosotros, como los habitantes de esa isla trágica, también nos hemos quedado encerrados en un invierno eterno donde la primavera tal vez nunca llegue a volver.

 Un callejón sin salida

Como en la novela, nosotros también vivimos en una isla perdida en medio del océano; queriéndonos olvidar tanto de lo que pudimos ser como de lo que ya no seremos nunca. Sin dolor, sin memoria, sin transiciones ni ajustes. Después de todo, “¿cómo es posible añorar lo que no se recuerda?”. Al perder la memoria del pasado, se puede afrontar el nuevo día sin añoranza alguna. También es posible creer en cualquier nuevo relato que se decida imponer.
 La isla, flotando sola en el medio del océano, a su vez representa a la perfección lo que sucede dentro de ella.

“- ¿Crees que el olvido va “debilitándonos”? 
- No sé si debilitar sea el mejor verbo que se adecue a lo que deseo expresar, pero sé que estáis cambiando, y me temo que no sea posible dar marcha atrás. Al final del camino solo veo un callejón sin salida, lo cual me preocupa. ¿Qué nos espera si alcanzamos ese callejón sin salida? 
Perdón, Ogawa pero sí; el olvido va debilitándonos. Nos olvidamos de lo que fuimos, de lo que somos, pero, más importante, nos negamos el poder ser. Anulando el potencial nos perdemos la posibilidad de lo que podemos llegar a ser alguna vez. Nosotros o nuestros hijos. 
O nuestros nietos. En el proceso, vamos anulando -día a día- la posibilidad de ser mejores, más instruidos; más cultos; más capaces; menos mediocres. Y sí, debilitando también. Nos vamos automutilando por medio de memorias subjetivas a veces; con memorias selectivas otras. Ambas igual de perniciosas, falaces y perversas.
Nos vamos olvidando lo que significan las exigencias de vivir en un mundo cambiante y cada vez más complejo. Elegimos olvidar todo, aislarnos, pensar que viviendo en una isla en la que todo lo olvida se puede vivir mejor. Qué ilusión más ridícula. En una isla aislada solo se puede vivir como se vive en una isla aislada; como prisioneros dentro de una prisión en la que se nos busca hacernos creer que somos libres.

 Aislamiento como remedio

En la isla hay gente que pierde la capacidad de hablar como consecuencia de permanecer dieciséis horas por día, desde temprano en la mañana hasta últimas horas de la noche encerrados en una forma de penumbra permanente haciendo tareas intrascendentes y repetitivas; sin despegar los labios ni una sola vez. El problema es que no tienen otro lugar adónde ir ni otro trabajo con el cual ganarse la vida. Tienen un intelecto limitado y sus carencias superan por largo sus posibilidades. Así, no tienen más remedio que seguir sentados haciendo esas tareas que, fuera de la isla, ya no existen más hace décadas. Limitados de vocabulario, intereses, inquietudes y desafíos, esas personas se van secando de afuera hacia adentro; se van arracimando hacia el centro. Se van quedando sin palabras y sin pensamientos. Sin esperanzas y sin deseo. Siempre sin añoranza alguna.
En nuestra isla pasa algo muy parecido. El atraso educativo, tecnológico y productivo produce lo mismo; entre muchas otras consecuencias fatales. ¿Será acaso lo que busca la policía del pensamiento? Si no somos capaces de pensar, hasta el propio trabajo de la policía se hace innecesario. No lo descarto. La policía sólo necesita seguir cancelándonos. 
Cancelando nuestros hechos y nuestras infinitas potencialidades con cuanta policía se les ocurre inventar: la “policía del lenguaje”, la “policía del pensamiento”, la “policía de la memoria”, la “policía de la cultura” y otras tantas infinitas policías más que tanto proliferan. La “Policía de la Vida”. Sin darnos cuenta estamos provocando y asumiendo la inevitable realidad de nuestra propia y progresiva desaparición.
“Hemos vivido muchas desapariciones a lo largo de estos años y ninguna nos ha producido tal dolor o congoja que nos resultara insuperable, incluso si los objetos desaparecidos constituían una parte importante de nuestras vidas, incluso si tenían un profundo significado para nosotros o los creímos irremplazables, nuestro gran vacío interior se ha mostrado indolente e indiferente con cada ausencia, con cada porción de vacío añadida, fuese esta de la cosa o concepto que fuere.” 
Nosotros también tenemos un enorme vacío interior que no veo cómo buscamos llenar. Al contrario, pareciera que nos vamos despojando hasta de nuestro propio vacío. Y así vamos por la vida, ocupando espacio. Durando. Y nada más.
Pero no todos queremos vivir olvidando. Después de todo, ¿qué sería de nosotros si, un día, las palabras desaparecieran? ¿Podrían acaso desaparecer las palabras? ¿Si las palabras desaparecieran, seguiríamos siendo seres humanos o nos convertiríamos en solo bestias viviendo en la inmediatez del presente? ¿Sin palabras, cancelaríamos el propósito del presente y la necesidad del deseo? Sin palabras, ¿existiría una sociedad? Sin palabras, ¿seguiría existiendo esta isla-prisión o se concretaría la fantasía de la libertad dentro de la prisión?
Nos vamos acercando a un callejón sin salida. 
¿Qué puede pasar después?
 

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