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Siguen los festejos. En cada pueblo de cada jugador y de cada referente del cuerpo técnico se repiten los recibimientos y las celebraciones interminables. No hay duda alguna de que el logro de la Selección nacional fue algo importante. Enorme. Sin embargo, y aún a riesgo de ser tildado de aguafiestas, ¿es para tanta celebración? ¿Se trata de un logro de tanta magnitud?
Si alguien hubiera logrado un Premio Nobel en Física, Química, Literatura o Medicina, ¿lo hubiéramos festejado con igual alegría y de la misma manera? ¿Con igual despliegue? ¿Hubiera habido gente esperando al laureado en Ezeiza y en sus inmediaciones? ¿Lo hubiéramos aplaudido a rabiar nada más verlo? ¿Nos hubiéramos apropiado del logro de la misma manera?
Sé que no. ¿Por qué no? Por lo obvio. Porque el premiado sería un individuo al cual casi nadie conocería, que hubiera realizado su logro en la más absoluta soledad y sin ayuda de ningún tipo de casi nadie, y su logro -quizás mucho más importante- pasaría desapercibido. El mérito sería -con exclusividad- de quien hubiera obtenido ese premio y de nadie más. El título de la Selección nacional, en cambio, nos lo podemos apropiar todos.
Toda esta desmesurada celebración quizás solo muestre el profundo deseo y la enorme necesidad de una catarsis interminable ante tantos años de una frustración colectiva ante tantos fracasos y ante tanta grieta económica y política. Ante tanta división y antinomias. ¿Cómo se puede explicar, de otra manera, que cinco millones de personas -casi un tercio de la población total del AMBA- no hayan podido ver a los jugadores, pero, aun así, se fueron cantando felices a sus casas? Quizás la frustración acumulada fuera tanta que la catarsis necesitaba ser entonces exagerada y multitudinaria como nunca. Lo dijo con una exactitud quirúrgica el periodista Francisco Sotelo en estas páginas: "Los pueblos no viven solo de la política ni de los altibajos de la economía, y el deporte brinda momentos muy intensos en los que los seres humanos buscan algo de sosiego y de esperanzas".
Un festejo que transcurrió, casi en su totalidad, por cauces relativamente normales, aunque fueron cortadas autopistas, avenidas y vías de circulación importantes. Algunos exaltados y los desbordados de siempre resultaron heridos por treparse a semáforos, techos del Metrobús, quioscos de diarios y revistas, luminarias, árboles y todo lugar que sirviera para poder ver desde mejor posición al micro de la Selección. Hasta se vio a tres personas que se descolgaron desde un puente tratando de caer dentro de ese micro que llevaba a la Selección. No lo lograron. Aún con todo esto, es cierto que, con cinco millones de personas movilizadas, fueron pocos los que mostraron este nivel de exceso. Asumiendo, claro, que todos los otros excesos son permisibles y lógicos de admitir. Los jugadores a los que se buscaba homenajear tuvieron que ser evacuados en helicópteros porque el desborde prometía ser de un nivel de delirio monumental. La fiesta no pudo ser completa. Como casi todo en Argentina que sufre el estigma de haber tenido que realizar la final de la Copa Libertadores entre River y Boca en Madrid.
Así y todo, cinco millones de personas que no lograron ver a sus ídolos, se fueron al final del día cantando y en paz, contentos con haber podido hacer esa demostración pública de afecto y de incondicionalidad.
De héroes a "desclasados"
La misma incondicionalidad que mostró la Selección que se sometió a horas de un tránsito lento y tortuoso con riesgo de insolación, todo con tal de encontrarse con su público. Habían ignorado antes al ministro Wado de Pedro -al cual ni siquiera saludaron en Ezeiza- y luego al mismísimo presidente de la Nación, que siguió esperando -ansioso- un milagro en Olivos. Desde antes de la obtención del título, el Gobierno había iniciado gestiones para subirse a la espuma del festejo nacional. Se imaginaron a sí mismos de la mano de los jugadores en el balcón de la Casa Rosada, apropiándose del título y de la Copa si les hubieran dejado. La Selección decidió no ir; con todo tino debo decir.
El desplante tiene una explicación. El encuentro era con el pueblo, no con el Gobierno. Además, parece que el régimen se olvida de la persecución por parte de la AFIP a Gabriel Batistuta o a la familia de Di María, el ingreso frustrado en Aduana de los respiradores donados por Lionel Messi durante la pandemia, o las declaraciones entre belicosas y airadas en contra del Kun Agüero por haber osado emitir su opinión contra una política impositiva y monetaria absurda y arbitraria. El Gobierno se olvida de todo. Parece que los miembros de la Selección no. Tan sentido dejó al Gobierno la insolencia y el desplante -histórico- que algunos periodistas de la televisión pública trataron de instalar la idea de que los jugadores son unos "desclasados". Los mismos periodistas que horas y día atrás los trataban como héroes nacionales, ahora, los tildaron de "desclasados". ¿Alguna vez se terminarán los infinitos sinsabores y sinsentidos en esta Argentina tan confundida y con todas las emociones, argumentos y prioridades tan alteradas?
¿Qué es capaz de pasar del amor al odio como del odio al amor tan como si nada? En este contexto, resultan imprescindibles las palabras de Julián Álvarez, un pibe de apenas 22 años que ganó su lugar en la Selección a fuerza de una ética de trabajo ejemplar. Y que dijo en los festejos ante su gente en Calchín: "Siempre hay cosas para seguir soñando, es uno de los propósitos de la vida. Les digo a los chicos y adolescentes que sigan soñando y creyendo, y que, si trabajan y se sacrifican y todos los días, hacen las cosas bien y, sobre todo, si son buenas personas, cada día estarán más cerca de lograr sus objetivos y sus sueños". Todo un ejemplo para todos los dirigentes de este país en todos los ámbitos posibles.
Habló de sueños, de trabajo, de esforzarse, de ser buenas personas. De sacrificio. ¿O acaso alguien puede creer que chicos como Julián, Enzo, Nahuel o Alexis -por nombrar a los más jóvenes- pueden ganarse la titularidad por sobre los más antiguos sin dejarlo todo e intentando ser mejores en cada partido y en cada oportunidad? Sacrificio. Esfuerzo. Trabajo. Esos mismos pibes que antes soñaban con poder sacarse una selfie con Messi, hoy tienen una foto de Messi abrazándolos luego de haber hecho un gol. Ese es el valor de los sueños y del trabajo.
Y por el lado del técnico de la Selección, Scaloni lideró una selección que salió campeona tras esfuerzo, trabajo, una meritocracia tajante y estándares cada vez más altos; también indeclinables. No se ganó el respeto por los resultados, lo hizo por su forma de trabajo. Con una mesura, tanto ante la derrota sorpresiva ante Arabia como ante el triunfo aplastante ante Croacia. Hasta la negativa a sumarse al Gobierno en la celebración habla de un gesto consecuente con estos valores.
Un feriado absurdo
Parece que el derecho a festejar lo permite todo. Hasta el derecho a decretar un feriado nacional absurdo. Acaso, ¿era sensato decretar un feriado nacional para celebrar el triunfo de la Selección? ¿Estuvo bien suspender clases recuperatorias en colegios y exámenes para recibir a la Selección? ¿Es el mensaje correcto a esos chicos que iban a ir a rendir? Ese mensaje, ¿está alineado con el mensaje de Julián Álvarez? ¿O con el de Scaloni? ¿Es correcto que clínicas, sanatorios y hospitales hayan tenido que suspender turnos de prácticas programadas -turnos que se consiguen con demoras de hasta seis meses dependiendo del lugar y caso-; por un capricho demagógico presidencial? ¿No suena todo a una cierta forma de demencia y a una notable falta de sentido común? ¿No es demasiada argentinidad al palo sin medida en un país que debería comenzar a medirse un poco? ¿A autorregularse? ¿A buscar un equilibrio más razonable y sano? Luciana Vázquez escribió para La Nación: "Paradójicamente, el feriado cercenó la libertad de millones que verán impactadas sus rutinas personales. La imposición de una libertad colectiva de festejo por sobre las libertades individuales". Lacerante. Certero. Argentina, una vez más, se enfrentó a una colisión de derechos. Supuestos derechos colectivos por sobre certeros derechos individuales. ¿Por qué? Por el derecho que invoca un gobierno sin autoridad alguna y sin nada que mostrar ni que ofrecer, que necesitaba apropiarse de un triunfo ajeno para ofrecérselo a un pueblo famélico de alegría. Hambriento de gloria. Necesitado de algo que festejar. Y que festejó igual. Sin necesidad alguna de que se colara el gobierno en sus festejos.
Ya está: somos los campeones del mundo en fútbol. Ya está, ya pasó. Aunque sigamos festejando. Ahora volvemos a nuestra realidad diaria. A nuestra miseria diaria. Al dólar a valores increíbles y a la posibilidad de un nuevo default en apenas algunos meses más. A los embates del poder ejecutivo hacia el poder judicial; incluso, al planteo de una brutal desobediencia a la Corte Suprema de Justicia de la Nación. Estuvimos al borde de un abismo de magnitudes desconocidas ante el golpe institucional propuesto por el Gobierno y apoyado por 14 gobernadores peronistas. Suerte que no transitaron ese camino. Lástima que mostraran la voluntad y la disposición a hacerlo. Lástima también que el gobierno decidiera pagar con bonos; con olor y valor a incertidumbre. La capacidad del actual gobierno para alterar los festejos del Mundial, la Navidad y el Año nuevo parece inigualable.
Ahora volvemos, como Cenicienta, a la realidad. Ya dieron las doce campanadas y estamos todos volviendo a ser las mismas calabazas de siempre. Calabazas campeonas del mundo, pero calabazas al fin. Todo a la velocidad de la Argentina; del amor al odio y de la euforia a la desazón en apenas un instante. Esta semana comienza un año electoral en el cual decidiremos nuestro destino por otros cuatro años más. ¿Lo haremos con sensatez o seguiremos festejando el Mundial?