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Desde hace más de dos décadas los cortes de rutas y calles, los acampes de piqueteros y el estado permanente de tensión social se han tornado familiares, pero insoportables, para los argentinos. Se trata de una situación anómala y sostenida en el tiempo, que refleja el deterioro del empleo y del salario y el crecimiento de la informalidad laboral.
Con unos 18,4 millones de personas por debajo de la línea de la pobreza y 3,8 millones de indigentes, en una población de 46 millones de habitantes, los niveles de desigualdad y exclusión son una bomba de tiempo.
La inflación del 140% que se proyecta para este año erosiona la cantidad y la calidad del empleo. El salario promedio en el país está por debajo del nivel de la canasta básica, con lo cual la pobreza afecta, además de los desocupados totales, a los trabajadores informales, sin obra social ni jubilación, que representan el 40% del total, y a gran parte de los asalariados registrados. Se estima que la población en condiciones de trabajar oscila en los 29 millones de personas, pero solamente la mitad de ellos tiene un trabajo digno.
Esta situación desborda el marco de los derechos laborales tradicionales, ha convertido a la CGT en una entidad sin representación genuina. Así surgen organizaciones de excluidos, con dirigentes que conforman una nueva burocracia política, sin normas claras ni transparencia, cuya razón de ser es el aumento de la pobreza.
El problema social, salta a la vista, es mucho más profundo que la molestia de los transeúntes: la descomposición institucional que nace del fracaso macroeconómico sumerge al país en un principio de anarquía.
Las respuestas de la política, en general, son oportunistas. El sistema clientelar se fortalece cuanto mayor sea el número de personas que dependan del Estado para sobrevivir, porque así se dispone del voto cautivo y una herramienta para ejercer presión.
Millones de planes sociales creados desde el Estado pasan a una administración tercerizada en las organizaciones de desocupados, con liderazgos de origen fáctico, cuyo rol político tiende a ser cada vez más influyente.
La distorsión institucional llega a extremos impactantes de violencia y corrupción. Es emblemático el caso de Milagro Sala y la Tupac Amaru, de Jujuy; condenada por hechos de corrupción, sus activistas hostigan al gobernador Gerardo Morales con el apoyo de organizaciones piqueteras de otros puntos del país y la tolerancia de funcionarios nacionales.
La delegación de dinero, poder e impunidad se convierte en una tragedia sórdida en Chaco, con el femicidio atribuido al clan Sena y la detención del piquetero Quintín Gómez, acusado por violar a una colaboradora.
La frivolidad de las campañas políticas se revela en la ausencia de una exposición clara del problema social de fondo y un proyecto de gobierno para resolverla. Parecería que nadie piensa una solución que no sea la condescendencia demagógica o las promesas de acciones compulsivas.
Es cierto que no es fácil salir de este laberinto. Recuperar el crecimiento económico, generar empleo, replantear el derecho laboral, la seguridad social y el sistema previsional y reconstruir el sistema educativo es una tarea de estadistas.
Con una cultura política basada en la simulación, la polarización absoluta, la satanización del adversario y el odio clasista es imposible construir una democracia con libertad, equidad social y respeto hacia la ley y las instituciones.
El verdadero cambio revolucionario que necesita el país empieza, sin duda, por modificar esa cultura política y poner los cimientos de un país como el que espera la mayoría silenciosa. Un país que recupere el sentido de Nación y donde los acuerdos y el consenso reemplacen a las abrumadoras apetencias personales.