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La conmemoración de la Independencia no es una fecha menor. En esa jornada, cuando la guerra contra el ejército español estaba muy lejos de estar terminada, y sin tener siquiera asegurada la victoria, los congresales en representación de todas las regiones, incluido el sudoeste del Alto Perú decidieron constituirnos como Nación.
Ese Congreso configura un modelo de cultura política donde las decisiones fundamentales se adoptan a través del diálogo, el acuerdo y el compromiso de vida.
Ese ideal político no es idealismo. Es la fuerza poderosa que han expuesto a lo largo de la historia aquellos que alcanzaron un liderazgo genuino que nace de una visión clara de la realidad del mundo y de las demandas de la sociedad.
Solamente por ese camino, el de la representación, la pluralidad y el compromiso trascendente, es posible construir una Nación a partir de pequeñas ciudades extendidas en un enorme territorio.
Y los escollos estaban a la vista. Entre la declaración de Independencia y la sanción de la Constitución transcurrieron cuatro décadas de guerras civiles, incluidas las diferencias profundas que se produjeron en el seno de la sociedad, especialmente, en el Norte del país, cuando el costo de la guerra y la incertidumbre llevaban a algunos sectores a caer en la tentación de un regreso al orden colonial.
Dos siglos después, nos encontramos en una situación tan difícil como la de 1816. El deterioro educativo, la destrucción del trabajo y del salario, el incremento de la pobreza y el desequilibrio entre la región central del país con respecto al Norte y la Patagonia constituyen un punto de inflexión que la política parece no vislumbrar.
Estamos tocando un límite y el espectáculo político muestra enfrentamientos agónicos, sin capacidad como para transmitir seguridad alguna acerca del camino a seguir.
Es notoria la ausencia de una visión clara de la realidad del mundo. El país no ha sabido adecuarse a una economía global que obliga a competir en el primer nivel, con inversión tecnológica, valor agregado y formación profesional de excelencia. El mundo marcha en esa dirección y, al mismo tiempo, el reordenamiento en las relaciones de poder entre las naciones llega acompañado de un avance de los autoritarismos con poder tecnológico y nuevas formas de dependencia por parte de los países más débiles, tal el caso de la Argentina.
Sin una diplomacia profesional al frente de la política exterior es imposible mantener la autonomía de las decisiones para negociar en función de nuestros intereses como Nación sin ceder a los cantos de sirena la las potencias.
La enorme crisis económica, acompañada de la inexistencia de una política exterior muestra hoy al Gobierno buscando al mismo tiempo el auxilio y la complacencia de los EEUU y de China, los dos principales protagonistas de la lucha por el liderazgo mundial.
Una actitud de sumisión que, puertas adentro del país, se agrega una incipiente anarquía. La dirigencia no logra superar la grieta antidemocrática que los enfrenta. Los ataques a la Justicia, los piquetes violentos en Jujuy y el eslogan de culpar a los demás por su propio gobierno revelan cómo se prepara el oficialismo para cuando sea oposición. Y quienes se encuentran hoy en la oposición, disputan entre ellos como si creyeran que la elección está ganada.
No podemos resignarnos. Como en 1816, hay que tomar el toro por las astas. Un buen gobierno, con proyecto de futuro y en diálogo democrático con la oposición, con firmeza y profesionalismo, y sin oportunismos, podría poner en marcha la recuperación del país a partir de las ventajas de nuestros recursos naturales y de nuestra gente.
En 2023, el comienzo de un nuevo ciclo nos exige recuperar la memoria histórica y retomar el legado de nuestros próceres de la Independencia.