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El sociólogo Pedro Marcelo Ibarra, máster en Sociología por la New School for Social Research (N.Y), docente y miembro del comité académico de la Especialidad y Maestría de Derechos Humanos de la UNSa proporcionó una mirada profunda sobre las causas de la conflictividad social.
¿Cómo se explica desde la sociología el aumento de conflictos callejeros vinculados a adicciones?
Se trata de fenómenos complejos que suelen compartir causas estructurales profundas como la pobreza, la exclusión social, la falta de acceso a oportunidades educativas y laborales y la ausencia de políticas públicas eficaces en salud mental y prevención. Es importante precisar a qué nos referimos con "conflictos callejeros", ya que suelen estar protagonizados por varones y presentan características distintas a los conflictos domésticos. No podemos afirmar, de forma simplista, que los conflictos callejeros sean una consecuencia directa del aumento del consumo de sustancias. Desde mi perspectiva, tanto las adicciones como los conflictos callejeros son síntomas de un sufrimiento social, derivado de la desigualdad creciente, la exclusión y mercantilización de la vida cotidiana. Retomo la idea de Jock Young sobre el "malestar ontológico": una sensación generalizada de inseguridad, pérdida de sentido y desarraigo.
¿Qué condiciones favorecen que el consumo derive en desorden público?
Vivimos un proceso de precarización material y moral promovido por una élite que, en el gobierno actual, se traduce en una profundización de políticas neoliberales, combinadas con un giro neoconservador. No es un fenómeno exclusivo de Argentina; también se observa en otras sociedades. La dimensión cultural de estos cambios es clave: hoy estamos interpelados constantemente por imaginarios de éxito, consumo, reconocimiento y goce permanente (a través de los medios, la publicidad, la cultura digital), pero una parte creciente de la población queda estructuralmente impedida de alcanzar esos ideales. Esto genera una frustración estructural, especialmente entre jóvenes, sectores populares y trabajadores precarizados. Además, emerge un malestar subjetivo que adopta formas como la ansiedad, la depresión o el vacío existencial. En la era del consumo, muchas personas buscan compensaciones: el consumo de sustancias o alcohol aparece como forma de evasión, anestesia o pertenencia. Este malestar no es solo "privado": se expresa socialmente en conflictos, quiebres de la convivencia, estallidos esporádicos o actos que el orden institucional tipifica como "desorden público".
"Allí donde el Estado despliega móviles policiales, debe haber también trabajadores sociales, educadores, psicólogos".
¿Cree que estamos frente a una crisis de contención social?
La salida de la pandemia marcó el inicio de un nuevo ciclo social. No puede entenderse el actual giro neoconservador sin considerar la frustración ciudadana respecto de las representaciones políticas tradicionales. La pandemia fue un punto de inflexión en el tejido social, vínculos, expectativas sobre el Estado y la relación entre ciudadanía, política y futuro. El escenario postpandémico no es un simple retorno al orden anterior, sino la apertura de un nuevo ciclo atravesado por el malestar, la incertidumbre y el desencanto.
¿Qué rol cumplen la familia y la escuela?
Estas instituciones han sido históricamente referencias clave para enfrentar crisis. Sin embargo, ya no podemos atarnos a modelos históricos de barrio, familia o escuela, porque responden a realidades que ya no existen. Están atravesadas por tensiones, crisis y reconfiguraciones. El desafío actual es repensarlas: reconocer qué persiste en ellas, qué se ha transformado y qué desafíos enfrentan.
¿Qué estrategias se podrían implementar para abordar la problemática?
No puede seguir siendo tratada exclusivamente como un problema de orden público. Se impone la necesidad de repensar las estrategias de intervención. No se trata de más castigo, sino de más cuidado. No se trata de controlar el síntoma, sino de intervenir sobre las causas profundas. El verdadero orden no es el que imponen las fuerzas de seguridad, sino el que se construye en base a vínculos dignos, horizontes compartidos y presencia estatal sensible. El desafío no es controlar la calle, sino recomponer lo social. Repolitizar la conflictividad implica abrir espacios de escucha y diálogo, donde las demandas no se criminalicen sino que se traduzcan en agendas públicas. Mesas barriales, foros comunitarios son instrumentos posibles para descomprimir tensiones y reconstruir legitimidad, fortalecer las políticas de cuidado y acompañamiento. Es decir, allí donde el Estado despliega móviles policiales, debe haber también trabajadores sociales, educadores, psicólogos, promotores de salud. Tenemos que escuchar el malestar para entender los que nos pasa y también para intervenir sobre lo que duele. La conflictividad también nace del dolor no escuchado: del sufrimiento que se acumula y no encuentra canal. La escucha activa, la salud mental comunitaria, los espacios de expresión y elaboración colectiva del dolor son tan importantes como cualquier política de seguridad. No hay paz sin cuidado emocional.