inicia sesión o regístrate.
Necesitamos que cada decisión educativa se piense con los pies en el aula y la mirada puesta en el futuro. Porque lo que está en juego no es solo el presente de nuestras escuelas, sino el destino mismo del país. En la Argentina, las desigualdades educativas están a la vista. El acceso y la calidad varían según la región, el tipo de institución y el nivel socioeconómico de las familias.
La deserción escolar no es un fenómeno nuevo, pero preocupa su persistencia. Muchos jóvenes abandonan sus estudios porque no encuentran sentido en los contenidos que se les proponen, o porque deben trabajar, cuidar hermanos, o sobrevivir a contextos de violencia. La escuela, para ellos, se transforma en un lugar ajeno, que no dialoga con sus realidades ni acompaña sus trayectorias vitales. Algunos ni siquiera llegan a tener una experiencia escolar significativa: ingresan, repiten, abandonan. Y otros, aun permaneciendo en el sistema, lo hacen sin motivación, sin propósitos definidos, sobreviviendo a la rutina escolar.
En muchas aulas, el lazo entre docentes y estudiantes se ha debilitado. Las palabras no llegan, las miradas no se encuentran. Falta tiempo, faltan recursos, faltan también espacios para la escucha, la contención y la construcción colectiva del conocimiento. El aula, que podría ser un ámbito de curiosidad y crecimiento, se vuelve a veces un campo de tensiones y malestares. Hay docentes que se sienten solos, desbordados, agotados. Y hay estudiantes que sienten que nadie los ve, que nadie los escucha.
La violencia escolar es un emergente de ese malestar. Se manifiesta en situaciones de acoso, agresiones entre pares o hacia el personal docente, y en casos extremos, en la fantasía destructiva de quienes, atravesados por la soledad y la frustración, imaginan actos de violencia extrema. No se trata de minimizar estos episodios, sino de comprender que no surgen de la nada: responden a procesos emocionales, sociales y culturales que requieren atención. Cuando un estudiante expresa con rabia, con golpes, con silencios prolongados, con gestos de desinterés o incluso con amenazas, está comunicando algo. Algo que el sistema muchas veces no sabe o no puede escuchar.
Muchos atraviesan momentos de angustia, tristeza, ansiedad o pérdida de sentido, sin que existan dentro de la escuela dispositivos capaces de contenerlos o de intervenir a tiempo.
El sistema, en su rigidez, no siempre da lugar a lo subjetivo, a lo emocional, a lo invisible. Las instituciones educativas no siempre están preparadas para lidiar con el sufrimiento psíquico de los estudiantes. Y los adultos que trabajan en ellas, muchas veces tampoco cuentan con las herramientas necesarias.
Sumemos a esto una cultura social que ha ido perdiendo referencias claras en cuanto a la autoridad, la palabra, el respeto por el otro. En un mundo de hiperconectividad, de inmediatez, de sobreinformación, la escuela lucha por sostener espacios de silencio, de reflexión, de pensamiento crítico. Y es una lucha desigual. Porque los estudiantes están expuestos a un bombardeo constante de imágenes, mensajes, modelos de éxito fácil. En ese contexto, leer un libro, escribir una redacción, discutir una idea con argumentos, parecen gestos de otro siglo.
Pero hay algo más profundo que también merece ser dicho: la escuela sigue siendo, para muchos niños, niñas y adolescentes, el único lugar posible de encuentro. Allí desayunan, se abrigan, se sienten cuidados. Allí conocen otras realidades, acceden a otras palabras, descubren que hay otros caminos posibles. Para ellos, la escuela es más que un espacio de enseñanza: es un refugio. Por eso, a pesar de todo, la defienden. Y por eso, a pesar de todo, hay que defenderla.
En las aulas también hay milagros cotidianos. Un estudiante que aprende a leer a los diez años. Una maestra que le lleva un par de zapatillas a un alumno que no tenía. Un profesor que arma una biblioteca con libros donados. Un grupo que produce una obra de teatro sobre su barrio. Una directora que se queda hasta tarde porque una madre no puede ir antes a firmar una autorización. Esos gestos, que no salen en las estadísticas, que no se miden en pruebas estandarizadas, son los que sostienen el alma de la escuela.
Por eso, más que una crítica, este texto es una invitación a repensar juntos el rumbo de nuestra educación. No hay recetas mágicas, pero sí convicciones profundas: la educación es una prioridad, no un gasto; un derecho, no un privilegio; una herramienta para transformar, no para reproducir desigualdades. Y esa transformación necesita voluntad política, inversión sostenida, formación docente continua, participación de las familias, articulación con la comunidad.
Recuperar el valor de la palabra en el aula, del encuentro entre generaciones, de la pregunta como motor de aprendizaje, podría ser el punto de partida. Revalorizar el rol docente, generar condiciones dignas para enseñar y aprender, acompañar a cada estudiante en su singularidad, también. Pero, sobre todo, es fundamental recuperar el deseo. El deseo de aprender, el deseo de enseñar, el deseo de compartir. Porque sin deseo, no hay educación posible.
Tal vez sea tiempo de volver a creer en la escuela. Pero no como una institución cerrada y burocrática, sino como un espacio de comunidad, de memoria, de futuro. Como el lugar donde, a pesar de todo, sigue latiendo la posibilidad de un mañana más justo y humano. Como el espacio donde niños y adolescentes puedan escribir su historia, y no repetir la de sus padres o sus abuelos. Como ese lugar donde todavía se pueden encender fueguitos, como decía Galeano.
La escuela no puede ni debe hacerlo todo. Pero puede mucho. Puede ser ese faro en la tormenta, ese umbral hacia otros mundos posibles. Puede ser, si la cuidamos, el corazón palpitante de una sociedad más equitativa, más empática, más libre. Y para eso, necesitamos que la educación deje de ser un tema de campaña y se transforme en una verdadera política de Estado.