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10 de Agosto,  Salta, Centro, Argentina
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Ninguna sociedad sobrevive sin un Estado fuerte y funcional

Domingo, 10 de agosto de 2025 01:41
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Los Estados requieren de algo muy simple para cumplir con sus funciones: ingresos. Se necesita dinero para educar a los jóvenes y proveer atención médica a la población; para construir rutas, ferrocarriles y puertos; para financiar y sostener la investigación científica y el desarrollo de tecnología, fuente de todo progreso. Se necesita dinero para alimentar a las burocracias que -necesarias e inevitables- mantienen en funcionamiento a la sociedad y a su economía. Ninguna sociedad exitosa puede sobrevivir sin los cimientos sólidos de un Estado fuerte, racional, eficiente y funcional. A propósito elegí esos cuatro adjetivos; sin buscar entrar en más discusiones sobre el tema; siempre inconducentes.

En general, todos tendemos a conceptualizar de manera correcta el rol del Estado en la provisión de bienes públicos; bastante menos en su rol requerido para la corrección de fallas del mercado -inevitables y humanas; demasiado humanas- y, casi siempre, tendemos a ignorar la historia de cómo surgieron los mercados.

Por ejemplo, sin el extraordinario apoyo gubernamental y las fuertes regulaciones que impusieron los Estados, los fabricantes ingleses de telas y los productores de vino portugueses del siglo XIX -que el economista David Ricardo hizo famosos en su teoría de la ventaja comparativa- jamás habrían alcanzado la escala necesaria para establecer el comercio internacional. La mano invisible del mercado depende de una mano visible y mucho más pesada del Estado. Verdad que muchos pretender ignorar.

Durante siglos, los mercados sólo han prosperado con la ayuda de los Estados. Pero, sin ingresos, no hay posibilidad de Estado. Y sin Estado ¿hay posibilidad de sociedad? No lo creo.

Estas verdades elementales se están olvidando. Asumiendo que los egresos son racionales y necesarios (otros dos adjetivos elegidos a propósito); el foco debe ser puesto en aumentar los ingresos. Pero está sucediendo lo contrario, en gran parte, producto de decisiones fomentadas desde los propios gobiernos.

La proporción de los ingresos nacionales recibidos por los gobiernos occidentales se viene reduciendo a ritmos notables desde, al menos, 1999. Sólo en Estados Unidos, el ingreso fiscal total obtenido en todos los niveles del gobierno ha bajado del 32% en 1999 al 28% hoy; una disminución sin precedentes en la historia moderna entre las naciones ricas.

Además, existe una fuerte competencia fiscal internacional y una industria global creciente de evasión fiscal; lo que agrega una presión adicional a la baja de los ingresos fiscales nacionales. Hoy, las multinacionales trasladan cerca del 40% de sus beneficios a países con bajos impuestos. Según el economista Brad Setser, en los últimos 20 años, las empresas estadounidenses sólo han reportado beneficios en un número muy chico de jurisdicciones donde existen regímenes de bajos impuestos; mientras que los beneficios reportados en la gran mayoría de los principales mercados del mundo no han aumentado de manera significativa. Esto no es consistente con los reportes a sus accionistas ni con el constante aumento del valor de estas empresas en las bolsas internacionales.

Y, en ninguna industria la evasión fiscal es más llamativa que en el sector tecnológico. Las empresas más ricas del mundo, propiedad de las personas más ricas del mundo, apenas pagan impuestos. A las empresas tecnológicas se les permite trasladar -con total impunidad- cientos de miles de millones de dólares en beneficios a lugares como Jersey, una isla en el Canal de la Mancha, donde la tasa al impuesto corporativo es cero. Peor, esta práctica se está extendido hacia otros sectores como la industria farmacéutica, los servicios financieros y la manufactura.

Pero no sólo las corporaciones participan de la evasión fiscal. Entre los superricos, esquivar impuestos se ha vuelto una especie de competencia. Se calcula que el 8% de la riqueza financiera de los hogares del mundo está escondida en paraísos fiscales como las Islas Caimán, Panamá y Suiza; países que han estructurado sus economías en torno al objetivo de ayudar a ocultar activos de sus países de origen.

Como si esto fuera poco, en las últimas décadas se ha asumido como mantra una nueva forma de fundamentalismo económico según la cual los impuestos son un obstáculo para el crecimiento económico y la innovación. Según esta visión hay que reducirlos y, si fuera posible, eliminarlos. Aún a riesgo de sonar panfletario o marxista es como si, de alguna manera, las élites pudieran limitar a los gobiernos en su capacidad para aplicar impuestos, llevándonos a una delicada situación política y social; un mundo ideal para una plutocracia que no reconoce otra ley más que el poder del dinero.

Si no se controla esta tendencia creciente la riqueza se seguirá concentrando en menos manos; mientras se seguirán vaciando las arcas estatales y, con esta merma, la posibilidad de proveer servicios públicos a todos. Uróboros (*) fagocitándose su propio cuerpo para subsistir.

¿Un mundo para plutócratas?

Muchos legisladores, economistas, magnates corporativos y titanes de las finanzas insisten en decir que los impuestos son contrarios al crecimiento; que las empresas invertirán sus beneficios cuando el gobierno se lleve menos. Según esta visión, la inversión de los excedentes empresariales sería el motor del crecimiento. Empíricamente, los resultados están siendo muy distintos. En Estados Unidos, la proporción de la riqueza en manos del 1% más rico de la población adulta pasó del 22% a fines de la década de 1970 al 37% en 2018. Por el contrario, en el mismo período, la proporción de la riqueza del 90% inferior de los adultos descendió del 40% al 27%. Desde 1980, lo que ha perdido el 90% inferior, lo ha ganado el 1% superior. Impuestos más bajos sobre el capital tienen una consecuencia directa: los ricos, que obtienen la mayor parte de sus ingresos del stock de capital, acumulan más riqueza.

La desigualdad debilita la economía; una mayor parte de la población tiene menos dinero para gastar y se ralentiza el crecimiento económico. Además, la desigualdad se transmite de generación en generación, perpetuando una brecha cada vez más profunda. Y la desigualdad es uno de los factores que más erosiona a la democracia.

En la economía de hoy, los gobiernos tendrán que gastar más en investigación básica y en educación; doce años de escolaridad podrían haber sido suficientes en 1950, pero no son suficientes hoy. Tampoco son adecuados los contenidos. Y la investigación es conocimiento y capital intensiva.

En la sociedad urbanizada de hoy, los gobiernos deberían gastar más en infraestructura urbana más costosa; no menos. En la economía de servicios -máxime con el envejecimiento poblacional-, los gobiernos deberán gastar más en atención médica y cuidado de los ancianos, no menos. En la economía dinámica y en cambio constante de hoy, los gobiernos tendrán que gastar más para ayudar a las personas a afrontar mejor las dislocaciones inevitables de la transformación económica y la inevitable disrupción laboral que provocará.

Morigerar los efectos existenciales del cambio climático debido al calentamiento global requerirá de grandes cantidades de dinero en forma de gasto -no inversión- ya que, de no encarar una reconversión energética (inversión), al menos habrá que ver cómo paliar sus efectos catastróficos para algunas ciudades y regiones enteras (gasto).

Se necesita gastar más; no menos. Así que, reducir los ingresos no parece ser el camino apropiado. Por el contrario, hay que desarrollar un esquema progresivo y racional. Pero no reducirlos. Mucho menos eliminarlos.

Impuestos y crecimiento

Un sistema de impuestos progresivos -reales- es lo que salvará a las democracias y a las economías de las distorsiones y los peligros de una espiral de desigualdad creciente desaforada. No hay ninguna razón por la cual los salarios de los trabajadores deban estar gravados a una tasa más alta que el capital. Los plomeros, carpinteros y obreros del mundo no deberían pagar una tasa más alta por sus trabajos que la renta que obtiene el capital; las pequeñas tiendas familiares no deberían pagar una tasa más alta que las corporaciones más ricas del mundo.

Así, lo primero es establecer un sistema fiscal progresivo que genere los ingresos necesarios para una economía del siglo XXI en una cantidad que deberá ser mayor que la media del siglo XX; el período de mayor crecimiento económico mundial.

Sea cual sea el camino que se elija para instrumentar los cambios, es importante saber que sí existe una alternativa a la política fiscal actual. En lugar de un modelo que limite la capacidad de los Estados soberanos para protegerse contra la fuga de capitales y la evasión fiscal, los gobiernos deberían implementar un modelo fiscal que busque una mayor justicia tributaria y que asegure más equidad.

De eliminar el Estado, el capitalismo se devorará a sí mismo. Permitir que los Estados recauden su parte justa de ingresos en forma de impuestos no implica inaugurar una era distópica de gobiernos opresivos. Por el contrario, fortalecer al Estado devolverá al capitalismo a un mejor camino, uno en el que los mercados funcionen en interés de las sociedades que los producen y no al revés; y donde los beneficios de la actividad económica no queden restringidos a una élite cada vez más pequeña y poderosa. No encarar estas reformas podría significar seguir por un camino que, inexorablemente, seguirá carcomiendo los cimientos de la sociedad. Ojalá podamos comprenderlo a tiempo. Ojalá.

(*) El uróboro es un antiguo símbolo que representa una serpiente o dragón comiéndose su propia cola, formando un círculo.

 

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