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¿Ceguera, ingenuidad o necedad?

Martes, 23 de septiembre de 2025 01:27
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En su admirable y valiente nota "Cegueras temporales y largos enamoramientos", publicada en este diario el 3 de septiembre, Carlos Belloni, como siempre incisivo y riguroso, afirma que cada individuo de la masa, frente al líder, su objeto idealizado, sustituye su propio ideal del yo por el ideal del líder, de modo que ya no hay un simple sentimiento de admiración, sino una identificación profunda con el líder, perdiendo su capacidad de juicio crítico.

Esa falta de aptitud crítica constituye una ceguera mental que impide apreciar, y mucho menos censurar decisiones que, de haber conservado el arte de evaluar y juzgar, la mayoría de las veces, o quizás jamás, serían aceptadas.

De este modo, dice Belloni, descargamos nuestra responsabilidad y la transferimos al líder que, por eso, se convierte en "el salvador".

En anterior nota, "Agonía y extinción de la democracia y la república", nos hemos referido al nacimiento en el mundo político, de democracias nacidas en procesos electorales ordenados, que, a poco de andar, se convirtieron en regímenes autoritarios, por haber engendrado un líder que impone un sistema verticalista, que sólo admite validez a la decisión propia, suprime la libertad de opinión y persigue como enemigo abominable a la prensa libre.

Pero si no indagamos en la génesis, el origen y el o los gérmenes patógenos que germinaron esa mala hierba en el terreno fértil de la democracia, no podremos encontrar el rumbo y la decisión de acabar con semejante perjuicio, derivado de tolerar o, peor aún, consentir la inadmisible sustitución de la garantía de un sistema republicano escogido, por un régimen monárquico instaurado por el impostor equivocadamente preferido en la oportunidad electoral.

El estrago

La gestación del estrago político institucional se origina en ambos extremos de la relación en la que se delega el mandato de representación para el ejercicio del poder político: el ciudadano y el gobernante.

Por un lado, sucede el descuido, la apatía del ciudadano, que comete la peor deserción, que es la huida de su condición de partícipe en la formación y en la gestión del poder por los gobernantes, no sólo a través del voto, sino en el ejercicio de la opinión pública, cuyo mayor vigor y eficacia reside en el derecho de peticionar a las autoridades (art.14 de la Constitución Nacional). Como afirma Bernardo Saravia Frías, citando a Carlos Cossio, "la democracia es el gobierno de la opinión pública" (Transparentes en el siglo XXI, El Tribuno 4/9/25).

Y Bidart Campos, quizás el más destacado constitucionalista argentino de todos los tiempos, sostiene que la usina de alimentación del poder está en la sociedad "allí radica el consenso y el disenso, los apoyos y las resistencias, las fuerzas y las debilidades. Y es esa misma sociedad la que, cualquiera sea la simpatía o el antagonismo que dispensa al poder, apetece de él eficacia y bienestar, se los reclama, se los exige." (El Poder, Ediar, pág.71). Claro está -advertimos- siempre que esa sociedad esté conformada por ciudadanos responsables, que estén dispuestos a pensar, a razonar, a opinar, a elegir.

El sistema republicano es la madurez cívica activa.

Cuando el ciudadano ofrenda sumisamente al líder este poder de control constitucional, cuando practica un "renunciamiento consciente al juicio crítico" (Belloni), le abre las puertas al despotismo.

Autoritarismo imperial

De modo que ese es el primer espacio en el ascenso y el avance de un autoritarismo imperial, que se construye dentro de un sistema republicano que fuera concebido para limitar el poder y garantizar las libertades. Podríamos calificar con Belloni de ceguera esa actitud inaceptable de un ciudadano, quizás sólo indeciso o decepcionado, aunque siempre desleal; si bien resulta posible comprender la ingenuidad de algunos, originada en una deficiencia cultural o en una carencia de información, propias de una clase desentendida de la peripecia pública, que los conduce a confiar ciegamente en el supuesto "salvador", resulta prácticamente imposible no calificar de necedad, la terca obstinación de un ciudadano con destacado nivel cultural, incluso con títulos universitarios, que rechaza correrse de una intransigencia irreflexiva, torpe, intolerante, que se niega a razonar en una postura alucinada propia de un fanático, y a reconocer y rechazar decisiones del líder manifiestamente erróneas o perjudiciales, opiniones absurdas o conductas disparatadas y grotescas. Muchas veces, agresiones personales que provienen del máximo nivel de gobierno o de personajes a su servicio, que desde las redes sociales cometen deleznables ataques injuriosos y vejatorios a las personas, incluso a seres vulnerables e indefensos. Actitud crítica que, por lo demás, no impediría reafirmar su apoyo general al mandamás glorificado.

La imprescindible idoneidad

Por el otro extremo de la relación en el derecho de arrogarse la representación para el ejercicio del poder de mandar, está la persona del gobernante, en cuyo ámbito el punto radical de inicio, está regulado en el artículo 16 de la Constitución, que ordena, que para asumir un empleo o función pública no hay otra condición que la idoneidad.

Esta norma, que en principio pareciera restringir o escatimar las exigencias para aspirar al ejercicio del poder, condensa en una sola palabra: idoneidad, toda la gama de aptitudes que pueda asegurar esa apetencia del ciudadano referida por Bidart Campos, a la eficacia en la gestión de gobierno y al bienestar que reclama, como el bien global, universal condensado en las palabras del preámbulo: el bienestar general, para incluir en él todas las garantías que habrá de asegurar el mandatario al ciudadano en el ejercicio del poder. Esa condición exigida al gobernante coloca al ciudadano en el vértice, el punto culminante del proyecto republicano de gobierno y de ella nacen las exigencias que al mandatario se le imponen como custodio y ejecutor de las libertades individuales.

Es preciso entonces analizar las condiciones personales de gobernantes de diversas naciones democráticas que, en los últimos tiempos, traicionando el designio de su pueblo, que los eligió, deshonrando el mandato que les otorgó y degradando la estructura republicana, que les imponía ejercer su mandato con la sumisión del poder recibido a la ley que lo limita para garantía de las libertades, se convirtieron en paradigma de la prepotencia, la intolerancia, la omnipotencia que no tolera la opinión ajena, con lo que cancelan la opinión pública y con ella la democracia, persiguiendo a la prensa libre y convirtiendo el sistema político en un régimen monárquico, y al gobernante en un déspota.

La avanzada autoritaria

El propio Estados Unidos, como Hungría, Turquía, El Salvador, por nombrar algunos, han sido penetrados por autócratas autoritarios y violentos, como Donald Trump, Viktor Orbán, Recep Erdogan y Nayib Bukele, que llegaron legítimamente al poder en elecciones libres.

En todos estos casos se comprueba la presencia de serias deficiencias en la personalidad, que nacen de un trastorno de la inteligencia emocional. Son individuos que padecen de una inmadurez espiritual, originada en su deficiente inteligencia emocional, es decir la aptitud de conocer, asimilar, interpretar, ordenar y dosificar las emociones propias y las de su prójimo, que los lleva a la disminución o pérdida de la facultad de adoptar decisiones acertadas y sensatas y a encauzarlos en un estilo de conducta caracterizada por la agresividad, la violencia, el instinto de hostigar con medidas provocativas, inflexibles e intolerables y la costumbre de dirigirse al prójimo rival con palabras ofensivas, groseras y ultrajantes.

Esas emociones descontroladas obstaculizan el intelecto y la perturbación emocional les impide pensar correctamente, ya que el trastorno emocional tiene una consecuencia ruinosa sobre la claridad mental.

En ese listado de personajes que llegaron en sus países a la cima del poder por prácticas electorales regulares, para convertirse luego en reacios oponentes de la ley y devastadores del sistema republicano que los entronizó en el máximo órgano de gobierno, se podría ya incluir al presidente Javier Milei, a quien no es dificultoso atribuirle gran parte de esas peculiaridades personales.

Es imperioso, en consecuencia, que el ciudadano comience a internarse en la práctica cívica de informarse primero y de asumir luego su obligación de construir una base inconmovible de la democracia y la república, que sólo se consolidan por una opinión pública tenaz, constante, inteligente, bien intencionada, responsable y sensata.

La enfermedad del despotismo sólo progresa en el cuerpo silencioso de un pueblo cívicamente débil. En otros términos, es hora de que desaparezcan la ceguera, la ingenuidad y la necedad.

 

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