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Ocho trabajadores sepultados vivos en Corralito: la odisea

Cuando en 1958 se construía la Usina de Corralito, un alud tapó un túnel con los obreros en su interior. 
Domingo, 30 de marzo de 2025 02:42

Es posible que muchos salteños se hayan olvidado de que entre los cerros del suroeste del Valle de Lerma hay una usina hidroeléctrica que se inauguró en 1962. Se trata de la de Corralitos, una obra que comenzó a construirse en 1953 en virtud del Segundo Plan Quinquenal del Gobierno de Perón. Fue la segunda que se levantó en jurisdicción de Campo Quijano, ya que la primera había sido inaugurada por Agua y Energía Eléctrica de la Nación en 1949, por entonces en la periferia del pueblo.

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Es posible que muchos salteños se hayan olvidado de que entre los cerros del suroeste del Valle de Lerma hay una usina hidroeléctrica que se inauguró en 1962. Se trata de la de Corralitos, una obra que comenzó a construirse en 1953 en virtud del Segundo Plan Quinquenal del Gobierno de Perón. Fue la segunda que se levantó en jurisdicción de Campo Quijano, ya que la primera había sido inaugurada por Agua y Energía Eléctrica de la Nación en 1949, por entonces en la periferia del pueblo.

Pero, no obstante el paso de los años, en Quijano muchos aún recuerdan la gran cantidad de gente que arribó a esa localidad para trabajar en CEDOSA, la empresa que tuvo a su cargo la construcción de la usina. Llegaron personas de Chile, Bolivia, Paraguay, Tucumán, Jujuy y Chaco, entre otros lugares. Y así fue que, en poco tiempo, Quijano se transformó en un hervidero de gente que vivió allí hasta que concluyó la obra.

Muchos lugareños aún recuerdan incluso los nombres de quienes trabajaron en Corralitos. Traen a la memoria, por ejemplo, a los dueños de las flotas de camiones que transportaban áridos y cemento: Nicolás Taibo, Marcos Dragisich, Antonio Issa y Jorge Chalabe, a quien se le cayó un camión en un precipicio de más de 300 metros de profundidad. También recuerdan a don Leandro Baldomero Díaz, uno de los serenos de la obra, y a los ingenieros Herbert Werner Winkler, Guillermo Gualterio Lauch, Rovaletti, Bordavele y Peña, entre otros.

Otros mencionan que en Quijano aún está en pie la casa de don Juan Cuello (Alberdi s/n por entonces, pero hoy 247), domicilio donde CEDOSA inscribía a quienes querían ingresar como trabajadores. Cuello pasó luego a supervisar la construcción de los túneles 5 y 9, dos trabajos que, por haber sido concluidos en tiempo y forma, la empresa distinguió imponiéndole su nombre a ambos: "Juan Cuello".

Luego del impasse sufrido por la obra en 1955, la construcción retomó su ritmo a partir de 1957. Y así fue que, en el verano de 1958, en plena época de lluvias, un desmoronamiento tapó la boca del túnel N.º 2. Era miércoles 26 de febrero cuando, a las 13 horas, el sereno del lugar notó que desde la cima del cerro Puyil caían piedras. Corrió para alertar a los compañeros que estaban en el interior, pero el alud fue más veloz que él y, en un abrir y cerrar de ojos, un gran cono de tierra y piedras taponó la boca del túnel con los obreros adentro. El estampido causado por el derrumbe y los gritos del sereno alertaron al campamento. Desde entonces, hombres y máquinas no dejaron de trabajar para remover lo más rápido posible las toneladas de tierra y piedras acumuladas.

La primera orden fue traer la topadora que trabajaba a trece kilómetros, por un camino sinuoso. La máquina tardó dos horas en cubrir ese trayecto, que habitualmente hacía en cuatro. Esta vez, Rafael Guaymás (22), su joven conductor, trepó la cuesta cortando camino por improvisados atajos, tratando de llegar lo más pronto posible para salvar a sus compañeros atrapados. Al esfuerzo de esa topadora pronto se sumó el de una enorme grúa y, más tarde, otra topadora.

Los 220 hombres que ese día estaban de descanso se presentaron de inmediato en el lugar del derrumbe con pala, pico y barreta en mano. A las 15, comenzó el trabajo pesado para remover los escombros acumulados al pie del Puyil.

Trabajando incluso con las manos, las horas fueron pasando mientras crecía la angustia, pues ya caía la tarde. Los técnicos aseguraban que había oxígeno suficiente dentro del túnel de 1,80 metros de altura, pero temían que una crisis nerviosa pusiera en riesgo a la cuadrilla. Todas eran conjeturas: nadie sabía cuándo se podría establecer contacto con los sepultados. Solo el Puyil, ese cerro solitario, sabía cuántas toneladas más de tierra sería necesario remover, o cuántas más dejaría caer, como lo hacía cada tanto, aunque en menor proporción.

El enorme cono de tierra y piedra cubría las zanjas que indicaban dónde estaba la entrada del túnel. Sobre las grandes piedras apiladas, grupos de hombres observaban el lento trajinar de las máquinas, mientras caía la noche. Cuando anocheció, enormes faros comenzaron a iluminar el lugar, mientras los hombres portaban lámparas de carburo. El ruido sordo que hacía la grúa al abrir y cerrar su enorme boca para levantar tierra daba vida a la escena. Por lo demás, la quietud y el silencio de los hombres inmóviles, de pie sobre las rocas, los hacía parecer estatuas.

Y así siguió: un rato la grúa, otro rato la topadora. Cuando se hacía necesario apartar piedras, se echaba mano a las barretas para facilitar el trabajo. Era lento, pero con ese ritmo se iba ganando terreno. A cada tranco de la topadora, los ingenieros observaban con detenimiento los puñados de tierra que levantaba: buscaban señales del cemento del túnel.

El perfil penumbroso del cerro y la playa del río contribuían a la tristeza reinante. Una leve brisa fría obligó a los hombres a levantar las solapas de sus sacos. Vestidos con cascos de mineros, gruesas botas de goma y camperas de cuero, esperaban el milagro, mientras a un lado una fogata entibiaba el ambiente.

A las tres de la mañana, según se supo después, los hombres del túnel escucharon por primera vez los ruidos de la actividad exterior. En tanto, los de afuera seguían sin saber la suerte de quienes estaban adentro. Las horas pasaban con una lentitud exasperante. Mientras tanto, el changuito Guaymás seguía sobre la topadora como si recién hubiese subido. Por suerte, el esfuerzo conjunto comenzaba a dar frutos, pues la fosa era cada vez más ancha. Ingenieros y técnicos seguían escudriñando la tierra: sospechaban que estaban cerca de la tan buscada boca del túnel.

La noche triste transcurrió hasta que, en las crestas de los cerros del este, comenzó a insinuarse el día. Nadie sabía aún cuándo terminaría la odisea, pero la amplitud del pozo hacía prever que faltaba poco. Cuando finalmente amaneció, el sol iluminó los rostros cansados de quienes habían pasado toda la noche rezando o trabajando. A un costado, tras un montón de piedras, un grupo de bolivianos oraba a su manera, dejando caer hojas de coca al suelo. Mientras tanto, la grúa y la topadora seguían trabajando hasta que, a las 10.20, se escucharon voces provenientes del interior. Los gritos de júbilo se alzaron por el aire, mientras los hombres se abrazaban, llorando de alegría. Luego de un breve silencio, se supo que todos estaban con vida. El trabajo se intensificó. Desde adentro, los obreros gritaron que se debía corregir el rumbo de la excavación: había que cavar dos metros más a la derecha. Ahí estaba la boca.

Eran exactamente las 11 cuando se logró destapar el recinto subterráneo, y diez minutos más tarde salió el primero de los rescatados: Alejandro Tapia, recibido con una estruendosa salva de aplausos y exclamaciones. De inmediato, el doctor Juan Carlos García, médico de CEDOSA, lo revisó y constató que estaba ileso, aunque con una crisis nerviosa. Luego lo siguieron Luis Vial del Canto —jefe de cuadrilla—, Fructuoso Hervás Ledesma, Pedro Corbalán, Siles Sandoval, Feliciano Cañizares y Ángel Torrico. Afuera los esperaban tres ambulancias para llevarlos al hospital.

De esta forma, los ocho obreros sepultados por el alud del cerro Puyil, en Corralitos, fueron rescatados sanos y salvos tras permanecer 22 horas dentro del túnel N.º 2. Para semejante proeza, fue necesario retirar —día y noche— más de 500 metros cúbicos de tierra y piedra.

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