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GABO, 85 años que pasaron de los cuentos de la abuela a la palabra mágica

Miércoles, 07 de marzo de 2012 12:36

A sus doce años de edad, Gabriel García Márquez estuvo a punto de ser atropellado por una bicicleta. “Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: "­Cuidado!'. El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: "¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?'” ­Qué palabras se hubieran perdido de haberse producido ese día una fatalidad!

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A sus doce años de edad, Gabriel García Márquez estuvo a punto de ser atropellado por una bicicleta. “Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: "­Cuidado!'. El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: "¿Ya vio lo que es el poder de la palabra?'” ­Qué palabras se hubieran perdido de haberse producido ese día una fatalidad!

Hoy se cumplen 85 años del nacimiento de este escritor colombiano que supo crear un estilo particular y nutrió su periodismo de literatura y su literatura de periodismo, en una extraña simbiosis.

Aprendió a ser escritor leyendo a Faulkner, Virginia Woolf y Hemingway; pero, sobre todo, escuchando: el tono en que su abuela le contaba las historias de su pueblo natal, Aracataca, es la misma cadencia con que narró luego varias de sus novelas, entre ellas “Cien años de soledad”, por la que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1982.

Estuvo a punto de ser abogado. Cursaba clases de Derecho, pero se aburría. En un bar de Barranquilla conoció a periodistas de El Heraldo y decidió empezar a trabajar como redactor y crítico de cine. “(...) Los periodistas andábamos siempre juntos, hacíamos vida común y éramos tan fanáticos del oficio que no hablábamos de nada distinto que del oficio mismo”, recuerda el “Gabo”, como amistosamente lo llaman sus allegados.

Sus artículos son una prueba de que el periodismo escrito puede ser un género literario. Aun después de haber ganado importantes premios y de no tener ninguna precariedad económica, entre novela y novela siguió enviando artículos a distintos diarios del mundo, en parte “para mantener el brazo caliente”; pero, más que nada, porque para él el periodismo es el mejor oficio del mundo.

Fue parte del considerado Boom Latinoamericano: un puñado de escritores, de enorme talento, que sacudió el panorama literario mundial. A este movimiento lo integraron, entre otros, Carlos Fuentes, Julio Cortázar y Mario Vargas Llosa. Con algunos de ellos cultivó una larga amistad, con otros, diferencias políticas insalvables: el apoyo del Gabo al Gobierno cubano lo ha privado de toda relación con el peruano Mario Vargas Llosa, reciente ganador del Premio Nobel.

Sus personajes están impresos de forma indeleble en sus lectores: la familia Buendía, Florentino Ariza y Fermina Daza de la incomparable “El amor en los tiempos del cólera”, -para él su mejor novela- y Santiago Nasar, el protagonista de “Crónica de una muerte anunciada”. Sus novelas aún siguen repercutiendo de manera insospechada. Siempre cosechó seguidores en toda Latinoamérica, aunque su prosa no tuvo discípulos inmediatos en la Argentina, porque el campo cultural se concentraba en una Buenos Aires para la cual el mundo caribeño, con todas sus desmesuras y sus particularidades, resultaba distante. La literatura de García Márquez se convirtió en una carta identitaria de América Latina, acaso como hoy vuelve a observarse en las novelas del chileno Roberto Bolaño.

Cuando se enteró en la calle de que Fidel Castro estaba por tomar La Habana se fue con lo puesto a Cuba: tal era su prisa que no había llevado ni los documentos, pero lo dejaron ingresar al país porque llevaba un carné de socio de una lavandería con su nombre. Esta anécdota sintetiza el espíritu de García Márquez, un adicto a contar historias. Quería narrarlas por todos los medios posibles: el periodismo, el cine, la televisión, la literatura. Quería, además, relatarlas con maestría. Para él ningún riesgo ni sacrificio podían frenar su necesidad de contar: dio inclusive detalles de la vida privada de su familia y arriesgó su integridad y la de sus seres queridos al describir el accionar de un régimen militar (lo que le costó el exilio y el hambre en Europa).

En vísperas de que cumpla sus 85 años, solo nos queda aventurar que si ese cura no hubiera gritado: “­Cuidado!” en aquel momento, nos habríamos perdido sus palabras. Esas palabras a las que ha buscado torcer en todas sus caras con la esperanza de sacarles renovado brillo, de palparlas y auscultar su sonoridad, y que tuvieron tal virtud inspiradora que nos proporcionó a muchos la experiencia de pensar por primera vez de otro modo. Así nos enteramos de que alguien podía “desmigajarse de decrepitud, estragarse por la vigilia y tener un doloroso aspecto de tierra arrasada”. Hoy es una profecía anunciada que sus palabras durarán diciendo tal vez cosas distintas, pero su devenir será siempre, con cada relectura, de una riqueza infinita.

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