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21 de Mayo,  Salta, Centro, Argentina
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Pep Guardiola, lírico, exitoso y sin vanidades

Sabado, 28 de abril de 2012 21:57

“Es una cosa bastante repugnante el éxito. Su falsa semejanza con el mérito engaña a los hombres”, enunciaba, con una cierta dosis de sabiduría y rispidez, el rioplatense, argentino por adopción, Víctor Hugo Morales. Y lo controvertido de su enunciado aforista suele encajar como una respuesta a los cuestionamientos hacia la figura de Josep Guardiola, el entrenador que llevó al Barcelona a la máxima cúspide de reconocimiento mundial.
Y es precisamente aquella fiebre exitista, en la que ganar parece ser el único verbo posible para conjugar, la que rige los alarmantes índices de desocupación en el ingrato gremio de los entrenadores, la que parece fragmentar a buenos de malos y a héroes de villanos, la que llevó a cuestionar a un DT que se cansó de saborear la sabrosa copa del éxito.
Y cuando parecía caer en el pecado capital de la gula y la vanidad desenfrenada, Pep Guardiola, el personaje de la semana, optó por bajarse de la calesita antes de marearse, le dijo basta a tanta presión y pegó un sorpresivo portazo del Barcelona, su segunda casa, aquel club depositario de tanta devoción hacia su persona.
Cuatro temporadas regadas de gloria, trece títulos y cientos de honores que poblaron las vitrinas de la entidad blaugrana y la huella onda y penetrante de un equipo que dejó pasmados a los cinco continentes, con un juego sublime y sagrado que traspasó las barreras del tiempo, fueron parte del legado invaluable que dejó en menos de un lustro este joven catalán, de apenas 41 abriles. Y logró en cuatro temporadas lo que en décadas no pudieron conquistar sabios eruditos del fútbol, como Louis Van Gaal, Johan Cruyff, Luis Aragonés, o hasta César Luis Menotti, quien, al igual que el protagonista de esta nota, tuvo en sus filas al jugador más genial del planeta, Diego Armando Maradona, cuando dirigió al Barça en la década del 80.
Con su estilo simple, su gesto adusto, su dialéctica directa, clara y sin rodeos, Guardiola arrojó al vacío los libros y desafió a los intelectuales de la esfera de cuero. Desde su llegada al Barcelona, Pep no tuvo empachos en descartar figuritas pesadas sin temblarle el pulso, como a un marketinero, pero aminorado Ronaldinho. Y no titubeó a la hora de realizar una apertura sudamericana, contraria a la de otros entrenadores, y realizar astutas y osadas incorporaciones que terminaron siendo un acierto. Arrancó su aventura en el banco de suplentes catalán en 2008, como sucesor del holandés Frank Rijkaard, en un equipo en pleno estado de confusión después de su segundo año consecutivo de sequía de títulos, según marcaba la coyuntura.
Admirador ferviente de Marcelo Bielsa y entrañable amigo de Diego Simeone, este catalán dueño de un absoluto desparpajo profesa admiración por el ADN “argento” y por los más recónditos potreros de estas tierras. Y supo magnificar la grandilocuente figura de Lionel Messi, lejos, el mejor referente de estas pampas.
“Lo único que me imputo es que amo mi oficio”, dijo un emocionado Guardiola a los diputados en el Parlamento catalán, tras haber recibido la medalla de oro de la Generalitat, el mayor honor de la institución.
El joven estratega cimentó los pilares de su inagotable éxito en una filosofía de juego casi en extinción. La lírica, por excelencia, y el avezado juego colectivo que se recordará por generaciones, como principal insignia, lo llevó a un pedestal supremo. Guardiola y el Barcelona nos hicieron creer que la verdadera esencia de fútbol lujoso y romántico no murió.
Y no perecerá, pese a las dos anecdóticas derrotas (contra el Chelsea y el Real Madrid) y el desgaste por la presión absoluta, factores que llevaron a Guardiola a colgar el buzo del Barça a un costado. 
 
 

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“Es una cosa bastante repugnante el éxito. Su falsa semejanza con el mérito engaña a los hombres”, enunciaba, con una cierta dosis de sabiduría y rispidez, el rioplatense, argentino por adopción, Víctor Hugo Morales. Y lo controvertido de su enunciado aforista suele encajar como una respuesta a los cuestionamientos hacia la figura de Josep Guardiola, el entrenador que llevó al Barcelona a la máxima cúspide de reconocimiento mundial.
Y es precisamente aquella fiebre exitista, en la que ganar parece ser el único verbo posible para conjugar, la que rige los alarmantes índices de desocupación en el ingrato gremio de los entrenadores, la que parece fragmentar a buenos de malos y a héroes de villanos, la que llevó a cuestionar a un DT que se cansó de saborear la sabrosa copa del éxito.
Y cuando parecía caer en el pecado capital de la gula y la vanidad desenfrenada, Pep Guardiola, el personaje de la semana, optó por bajarse de la calesita antes de marearse, le dijo basta a tanta presión y pegó un sorpresivo portazo del Barcelona, su segunda casa, aquel club depositario de tanta devoción hacia su persona.
Cuatro temporadas regadas de gloria, trece títulos y cientos de honores que poblaron las vitrinas de la entidad blaugrana y la huella onda y penetrante de un equipo que dejó pasmados a los cinco continentes, con un juego sublime y sagrado que traspasó las barreras del tiempo, fueron parte del legado invaluable que dejó en menos de un lustro este joven catalán, de apenas 41 abriles. Y logró en cuatro temporadas lo que en décadas no pudieron conquistar sabios eruditos del fútbol, como Louis Van Gaal, Johan Cruyff, Luis Aragonés, o hasta César Luis Menotti, quien, al igual que el protagonista de esta nota, tuvo en sus filas al jugador más genial del planeta, Diego Armando Maradona, cuando dirigió al Barça en la década del 80.
Con su estilo simple, su gesto adusto, su dialéctica directa, clara y sin rodeos, Guardiola arrojó al vacío los libros y desafió a los intelectuales de la esfera de cuero. Desde su llegada al Barcelona, Pep no tuvo empachos en descartar figuritas pesadas sin temblarle el pulso, como a un marketinero, pero aminorado Ronaldinho. Y no titubeó a la hora de realizar una apertura sudamericana, contraria a la de otros entrenadores, y realizar astutas y osadas incorporaciones que terminaron siendo un acierto. Arrancó su aventura en el banco de suplentes catalán en 2008, como sucesor del holandés Frank Rijkaard, en un equipo en pleno estado de confusión después de su segundo año consecutivo de sequía de títulos, según marcaba la coyuntura.
Admirador ferviente de Marcelo Bielsa y entrañable amigo de Diego Simeone, este catalán dueño de un absoluto desparpajo profesa admiración por el ADN “argento” y por los más recónditos potreros de estas tierras. Y supo magnificar la grandilocuente figura de Lionel Messi, lejos, el mejor referente de estas pampas.
“Lo único que me imputo es que amo mi oficio”, dijo un emocionado Guardiola a los diputados en el Parlamento catalán, tras haber recibido la medalla de oro de la Generalitat, el mayor honor de la institución.
El joven estratega cimentó los pilares de su inagotable éxito en una filosofía de juego casi en extinción. La lírica, por excelencia, y el avezado juego colectivo que se recordará por generaciones, como principal insignia, lo llevó a un pedestal supremo. Guardiola y el Barcelona nos hicieron creer que la verdadera esencia de fútbol lujoso y romántico no murió.
Y no perecerá, pese a las dos anecdóticas derrotas (contra el Chelsea y el Real Madrid) y el desgaste por la presión absoluta, factores que llevaron a Guardiola a colgar el buzo del Barça a un costado. 
 
 

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