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Miguel Ferreyra, el que vive entre los muertos

Jueves, 07 de noviembre de 2013 02:33

“...Yo les llamo a los muertos mis amigos; y les llamo a los vivos mis verdugos”.

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“...Yo les llamo a los muertos mis amigos; y les llamo a los vivos mis verdugos”.

Estos versos de Juan de Dios Peza tienen la capacidad de sintetizar el sentir de Miguel Angel Ferreyra, un indigente que vive hace tres años en el Cementerio de la Santa Cruz.

Contra el muro de un mausoleo, bajo un pacará gigante, armó su choza de palos y plásticos. Dice que no entra ni una gota. Seguramente, porque Miguel, que vivió siempre en la calle, sabe de armar taperas para cubrir sus sueños mendigos en las noches más infames. A la lumbre lunar, el ciruja parece un fantasma rodeado de tumbas.

Nació un 12 de julio de 1950 en el paraje Rancho el Ñato, pleno chaco salteño, el pago del Chaqueño Palavecino. “Cuando tomo vino me acuerdo de mi pago querido y canto coplas. El Chaqueño no sabe que yo soy de ahí. Si se entera, capaz que me viene a saludar”, dice ilusionado.

DE ESE APARATEJO SE SIRVE MIGUEL PARA ESCUCHAR NOTICIAS

 

Rodeado de basura, este hombre que nunca tuvo casa, va rumiando penas en el repaso de su vida: “Desde los 9 años estoy en la calle, soy huérfano de padre y madre, tengo 63 años y sinceramente le digo: vivo acá y así, pero no soy un vago. No creo que conozca un indigente que viva en la calle y que tenga un carro como el mío. Yo hago changas en una verdulería de acá cerca todos los días. También acarreo cosas en mi carro y la gente me paga. Pero ¿para qué quiero la plata más que para comer?”.

En su hogar, ubicado en la línea fronteriza de los vivos y los muertos, un viejo televisor hace las veces de mesada. Ahí están las papas peladas para la sopa que hierve menudencias de pollo al fuego. Su precaria cocina parece la de un rancho campestre y lejano que se enciende con cajones de manzanas.

Esta alma con cuerpo y las almas que abandonaron los suyos comparten una escena repleta de significados. Es un paisaje que habla, solloza verdades que nadie quiere oír.

“Nací sólo. No sé cómo sobreviví. A los 15 años entré al circo Las Aguilas Humanas, como armador, y gracias al circo, donde estuve 10 años, conozco todo mi país y casi toda América latina. Fui un niño de la calle y quiero perder mi vida en la calle. La calle me educó, fue mi maestra y mi escuela”, asegura con los ojos mojados de lágrimas.

Y sueña: “Yo no sé leer. Tengo ganas de aprender pero a los 63 años, no sé si podría. Siempre pienso (se emociona) que si hubiera tenido alguien que me diera una manito cuando era un niño, me hubiese gustado ser médico. Pero no tuve nada”. Hace tres años vive en el cementerio de la Santa Cruz, en la zona de adelante. Antes vivía entre los muertos también, pero en la zona de atrás del cementerio, en el monte.

LOS MAUSOLEOS Y AL FRENTE MIGUEL EN SU CASA

En su haber, rayan muchas promesas incumplidas. “A mí los políticos no me importan. Me han visitado muchas veces y me han prometido cosas y cosas, pero nunca cumplieron. Si yo me robara una gallina estaría preso, pero ellos roban lo que uno ni se imagina y ahí están con todo el poder. El más pobre, el que compra una tira de pan, una caja de vino, paga impuestos con esa compra y ellos se roban todo el esfuerzo de la gente”, comenta con increíble lucidez.

Miguel tiene dos hijos pero dice: “nunca están conmigo. Yo siempre estoy solo”. No se casó, ni tuvo una pareja estable.

¿Cómo se instaló en el cementerio? Se ríe y dice: “me voy metiendo de a poco en donde estaré para siempre. Me voy ubicando. Ya tengo 63 años, un preinfarto y una mala calidad de vida. Por suerte la gente de la Comisaría novena me cuida mucho. Son buenísimos”.

¿Escuchó voces o ruidos desde el cementerio? ¿Lo asustaron alguna vez?: “Mire, yo les tengo miedo a los vivos. Los muertos son mis amigos. Ellos me protegen, vienen a tomar vino conmigo, me abrazan, me cuidan. Yo les llevo flores, les prendo velas. Somos una familia. Ahora estoy al lado de los muertos y un día estaré entre ellos”, asegura y patea una caja vacía de vino.

El hombre tiene un aparato de radio maltrecho. Lo enciende y brota un tango llorón. “Con esto me entretengo y me entero de lo que pasa”.

¿Y qué espera del futuro? “Nada. No sé si hay futuro. Estoy solo, soy solo. Sinceramente no espero nada. Ni a tener una casa aspiro ya. Cuando trabajaba bien, cuando ganaba buena plata en la cortada de ladrillos, en el tabaco, en el circo, lo pedí y nunca me tocó. Ahora ya no tengo cómo pagar, y debo tener poco por vivir, ¿qué puedo esperar? Sólo perder mi vida en la calle”.

“Deja que llore; deja correr mi amargo lloro. / Unos tenemos llanto, como otros tienen oro. / Pero lo mismo es todo. Reír..., llorar... ­lo mismo! / Somos un río negro rodando hacia un abismo...” (Arturo Capdevila).

 

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