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13 de Mayo,  Salta, Centro, Argentina
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La perversión mayoritaria y el nacionalismo jurídico

Sabado, 04 de mayo de 2013 20:18

En 1793 la Revolución Francesa envió a la guillotina a Madame Roland, una de sus más encendidas propulsoras. Antes de morir, la bella dama tuvo tiempo para la autocrítica y clamó: “­Oh! Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre”.

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En 1793 la Revolución Francesa envió a la guillotina a Madame Roland, una de sus más encendidas propulsoras. Antes de morir, la bella dama tuvo tiempo para la autocrítica y clamó: “­Oh! Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre”.

En la Argentina contemporánea, cuando asistimos perplejos unos e impávidos otros al avasallamiento de la república, podríamos afirmar que los nuevos crímenes de la seudorrevolución kirchnerista se cometen en nombre de una mayoría, pese a todo, circunstancial.

Sucede que para la teoría populista el hecho mayoritario autoriza a todo y, desde luego, a suprimir los derechos de todas las minorías. La voluntad de esa mayoría basta y sobra para eliminar controles, para barrer los límites democráticos que restringen el ejercicio del Poder, para suprimir principios y normas de la Constitución Nacional que obstruyan la voluntad autocrática e iluminada.

La mayoría es el pretexto para derribar todo vestigio de administración pública independiente.

Es el discurso que explica la conversión del Honorable Congreso de la Nación en una sucursal de la Casa Rosada. Es el argumento que legitima el sometimiento de los jueces a la voluntad omnímoda de quién encarna, guía y expresa a aquella mayoría.

Es la razón que lleva a la Presidenta a lamentar que las minorías no alcancemos a comprender el sentido patriótico, benéfico y justiciero de su revolución. Piensa, desmintiendo a Perón, que su misión es hacer feliz al pueblo, a palos.

Este frenesí mayoritario sirve también para refundar un aparato de comunicación que, inspirado en las ideas esperpénticas del señor Raúl Apold, aspira a construir un monopolio que elimine o arrincone las disidencias minoritarias que viven en el error.

La religión mayoritaria tiene, ciertamente, sus reglas y sus ritos. Se asienta sobre un atril desde donde se sermonea, se premia y castiga, se conduce, y se reciben los aplausos de los incondicionales.

Sin embargo, esta visión de las instituciones y de la política choca abiertamente contra el contenido esencial de la democracia. Ignora que la más reconocida teoría y las mejores prácticas contemporáneas han avanzado resguardando los derechos de todas las minorías, limitando el poder de las mayorías y, sobre todo, poniendo a la Constitución por encima de cualquier desvío o aventura mayoritaria. El verdadero progresismo no consiste, entonces, en permitir que los más ignoren o avasallen a los menos, sino, precisamente, en resguardar el papel de quienes discrepamos o no estamos representados por el autócrata de turno.

El rancio nacionalismo

Como una excrecencia del viejo concepto de soberanía, los cultores del patriotismo jurídico piensan que una Nación que se precie de tal ha de rechazar toda injerencia extranjera o supranacional en los “asuntos internos”. Era, por ejemplo, el argumento de los dictadores que hacia 1977 pretendían impedir el arribo de la Comisión de la OEA encargada de analizar las primeras denuncias que hablaban de las aberraciones del terrorismo de Estado.

Es curioso que esta misma ideología sirva ahora para rechazar las razonadas palabras de un alto funcionario de las Naciones Unidas que advirtió acerca de la peligrosa derivación autoritaria que podría significar la reforma judicial.

Afortunadamente para todos, en los comienzos de la transición democrática, el presidente Raúl Alfonsín tomó la extraordinaria decisión de anclar nuestro ordenamiento jurídico dentro del orden cosmopolita de los derechos fundamentales. Fue así como la Argentina comenzó a ratificar los más relevantes tratados internacionales que reforzaban hasta extremos impensados nuestra democracia.

Alfonsín conocía perfectamente los vaivenes de la historia política nacional y, siguiendo las ideas de Carlos Nino, se apresuró a echar los cimientos de un nuevo orden jurídico de raigambre cosmopolita y, como tal, a salvo de los delirios autoritarios, incluso de los provenientes de mayorías antidemocráticas.

Este camino fue, más adelante, compartido por el presidente Carlos Menem quien, guiado por Alberto García Lema, otro gran jurista de la democracia, formalizó la incorporación al Pacto de Olivos de las vías que habrían de conducirnos a la definitiva cosmopolitización del estado de derecho. De allí que, por encima de recelos y desconfianzas, la reforma de 1994 que motorizaron los dos expresidentes de la Nación, blindaron a la república y a todos quienes la habitamos frente a cualquier aventura totalitaria. Si como los trabajadores saben que su libertad sindical y la huelga han quedado fuera de la discrecionalidad del nacionalismo jurídico, los demócratas argentinos sabemos que la Constitución Nacional contiene garantías que están lejos de las garras de cualquier mesianismo mayoritario. En este sentido, la batalla política por la libertad y la república no ha hecho más que comenzar. Un escenario es la cita electoral de este año, en donde las fuerzas que se oponen al absolutismo comenzaron a expresarse abandonando sectarismos. Pero otro escenario, vital, reside en foros internacionales habilitados para poner freno a la autocracia.

 

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