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La grieta social es un drama que no tolera oportunismos 

Editorial. Sergio Romero, director de El Tribuno. 
Domingo, 12 de marzo de 2017 11:12

El nuevo aumento de la pobreza, informado el jueves por el Observatorio de la Deuda Social de la UCA, es el correlato de las tensiones vividas en estos días por la masiva movilización convocada por la CGT y el paro docente, a lo que se suman en los días que vienen las anunciadas manifestaciones de organizaciones sociales que representan a desempleados y excluidos.
Este escenario, con 13 millones de pobres, es el resultado de políticas erráticas aplicadas por los gobiernos que se sucedieron dejando, sistemáticamente, una brecha social mucho mayor que la heredada.
No solo el Observatorio, sino todas las entidades dedicadas al estudio de la evolución social de la Argentina muestran el progresivo deterioro en la calidad del empleo, el nivel de ingresos y la posibilidad de acceso a bienes esenciales como el alimento y la vivienda.
Frente a esta realidad no caben especulaciones políticas, porque lo que está en juego es la gente. La decadencia argentina se ve allí y asumirla en su verdadera dimensión es la condición previa para revertir ese proceso. 
El gobierno del presidente Mauricio Macri llegó al poder hace quince meses con el compromiso de poner en marcha la recuperación generando seguridad jurídica, transparencia, reglas de juego claras y estímulos a la inversión. 
No prometió milagros, ofreció un proyecto de producción, educación y empleo que despierta expectativa en la mayoría de los argentinos. Hasta ahora no ha logrado dar señales claras, que lleguen a la gente común, de que la transformación está en marcha. Ese es el gran obstáculo que se le plantea y que está obligado a resolver.
El Observatorio y su director, Agustín Salvia, venían advirtiendo desde hace muchos años que la prosperidad de la llamada “década ganada” había ampliado la brecha social. También, desde los tiempos de la convertibilidad, esa institución indicaba que el “derrame” automático del desarrollo económico en toda la sociedad era un espejismo. 
Hoy no se manipulan las estadísticas del Indec y a nadie se le ocurre decir ante organismos internacionales que en nuestro país hay menos pobres que en Alemania o que la economía argentina es mucho más fuerte que la de Canadá o Australia.
Según estudios técnicos coincidentes, en cuatro décadas la pobreza se cuadruplicó. En ese mismo período se registró también un deterioro pronunciado de la calidad educativa y de la formación profesional de los sectores de menores ingresos, el desempleo y el empleo en negro crecieron en forma exponencial, el Estado debió multiplicar los subsidios a la indigencia y la población joven sin trabajo ni estudio alcanzaba a un millón y medio de personas en enero de 2014, según lo admitió la expresidente Cristina Kirchner cuando anunció el Plan Progresar. 
Ni el oficialismo ni la oposición ni el sindicalismo -habituado a privilegiar los intereses de casta de su dirigentes por sobre las necesidades de los sectores populares- pueden desentenderse de la responsabilidad que está a la vista. 
Las razones de la decadencia son varias y una, esencial, es la inseguridad jurídica. Desde hace 16 años, el Congreso prorroga sistemáticamente la emergencia económica y facilita al Ejecutivo el manejo discrecional del presupuesto. Esa liberalidad se traduce en desvío de fondos y se consolida gracias a la inflación. 
Sin respeto por el orden jurídico y por las reglas básicas de la economía, cualquier país marcha directamente hacia el subdesarrollo. El cambio prometido por Macri se demora; al mismo tiempo, la oposición, política y sindical no termina de asumir que en las últimas elecciones presidenciales la ciudadanía pidió un cambio de reglas de juego votando mayoritariamente a los cuatro candidatos que tomaban ese compromiso. La recuperación de la confianza de los potenciales inversores en el país no depende solo de que Cambiemos gane las elecciones de 2017, como dijo la diputada oficialista Elisa Carrió, sino fundamentalmente de que los protagonistas de la política con posibilidades de gobernar en el futuro cercano transmitan señales inequívocas de compromiso firme con el proyecto de un país previsible, racional y maduro.

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El nuevo aumento de la pobreza, informado el jueves por el Observatorio de la Deuda Social de la UCA, es el correlato de las tensiones vividas en estos días por la masiva movilización convocada por la CGT y el paro docente, a lo que se suman en los días que vienen las anunciadas manifestaciones de organizaciones sociales que representan a desempleados y excluidos.
Este escenario, con 13 millones de pobres, es el resultado de políticas erráticas aplicadas por los gobiernos que se sucedieron dejando, sistemáticamente, una brecha social mucho mayor que la heredada.
No solo el Observatorio, sino todas las entidades dedicadas al estudio de la evolución social de la Argentina muestran el progresivo deterioro en la calidad del empleo, el nivel de ingresos y la posibilidad de acceso a bienes esenciales como el alimento y la vivienda.
Frente a esta realidad no caben especulaciones políticas, porque lo que está en juego es la gente. La decadencia argentina se ve allí y asumirla en su verdadera dimensión es la condición previa para revertir ese proceso. 
El gobierno del presidente Mauricio Macri llegó al poder hace quince meses con el compromiso de poner en marcha la recuperación generando seguridad jurídica, transparencia, reglas de juego claras y estímulos a la inversión. 
No prometió milagros, ofreció un proyecto de producción, educación y empleo que despierta expectativa en la mayoría de los argentinos. Hasta ahora no ha logrado dar señales claras, que lleguen a la gente común, de que la transformación está en marcha. Ese es el gran obstáculo que se le plantea y que está obligado a resolver.
El Observatorio y su director, Agustín Salvia, venían advirtiendo desde hace muchos años que la prosperidad de la llamada “década ganada” había ampliado la brecha social. También, desde los tiempos de la convertibilidad, esa institución indicaba que el “derrame” automático del desarrollo económico en toda la sociedad era un espejismo. 
Hoy no se manipulan las estadísticas del Indec y a nadie se le ocurre decir ante organismos internacionales que en nuestro país hay menos pobres que en Alemania o que la economía argentina es mucho más fuerte que la de Canadá o Australia.
Según estudios técnicos coincidentes, en cuatro décadas la pobreza se cuadruplicó. En ese mismo período se registró también un deterioro pronunciado de la calidad educativa y de la formación profesional de los sectores de menores ingresos, el desempleo y el empleo en negro crecieron en forma exponencial, el Estado debió multiplicar los subsidios a la indigencia y la población joven sin trabajo ni estudio alcanzaba a un millón y medio de personas en enero de 2014, según lo admitió la expresidente Cristina Kirchner cuando anunció el Plan Progresar. 
Ni el oficialismo ni la oposición ni el sindicalismo -habituado a privilegiar los intereses de casta de su dirigentes por sobre las necesidades de los sectores populares- pueden desentenderse de la responsabilidad que está a la vista. 
Las razones de la decadencia son varias y una, esencial, es la inseguridad jurídica. Desde hace 16 años, el Congreso prorroga sistemáticamente la emergencia económica y facilita al Ejecutivo el manejo discrecional del presupuesto. Esa liberalidad se traduce en desvío de fondos y se consolida gracias a la inflación. 
Sin respeto por el orden jurídico y por las reglas básicas de la economía, cualquier país marcha directamente hacia el subdesarrollo. El cambio prometido por Macri se demora; al mismo tiempo, la oposición, política y sindical no termina de asumir que en las últimas elecciones presidenciales la ciudadanía pidió un cambio de reglas de juego votando mayoritariamente a los cuatro candidatos que tomaban ese compromiso. La recuperación de la confianza de los potenciales inversores en el país no depende solo de que Cambiemos gane las elecciones de 2017, como dijo la diputada oficialista Elisa Carrió, sino fundamentalmente de que los protagonistas de la política con posibilidades de gobernar en el futuro cercano transmitan señales inequívocas de compromiso firme con el proyecto de un país previsible, racional y maduro.

 

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