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La violencia se adueñó de Francia

Domingo, 02 de diciembre de 2018 00:00

Cincuenta años después del "mayo francés", aquella legendaria revuelta universitaria que inauguró una secuela de estallidos de protesta en todo el mundo, que incluyeron desde las rebelión estudiantil contra la guerra de Vietnam y las movilizaciones por los derechos civiles de los afroamericanos en Estados Unidos hasta el "cordobazo" en la Argentina, Francia es el epicentro de un nuevo terremoto: centenares de miles de manifestantes, vestidos con chalecos amarillos, coparon las calles y las rutas de todo el país en una gigantesca movilización cuyo detonante fue el incremento del precio de los combustibles, pero que tiene como trasfondo una disconformidad estructural que aflora vigorosamente y coloca contra las cuerdas al presidente Emmanuel Macron. La imagen positiva del mandatario galo, quien hace sólo dieciocho meses le había ganado con el 66,1% de los votos la segunda vuelta electoral a Marine Le Pen, cayó al 25%. Esa ola de protestas, bautizada periodísticamente como "chalecos amarillos", que comenzó en el "interior profundo" de Francia y desde allí se irradió hasta llegar a París, ayer recrudeció. Días pasados, un grupo de manifestantes transgredió todos los límites institucionales y arremetió contra la tradición republicana francesa utilizando una retroexcavadora para arrojar un montón de estiércol sobre el Palacio de Gobierno.

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Cincuenta años después del "mayo francés", aquella legendaria revuelta universitaria que inauguró una secuela de estallidos de protesta en todo el mundo, que incluyeron desde las rebelión estudiantil contra la guerra de Vietnam y las movilizaciones por los derechos civiles de los afroamericanos en Estados Unidos hasta el "cordobazo" en la Argentina, Francia es el epicentro de un nuevo terremoto: centenares de miles de manifestantes, vestidos con chalecos amarillos, coparon las calles y las rutas de todo el país en una gigantesca movilización cuyo detonante fue el incremento del precio de los combustibles, pero que tiene como trasfondo una disconformidad estructural que aflora vigorosamente y coloca contra las cuerdas al presidente Emmanuel Macron. La imagen positiva del mandatario galo, quien hace sólo dieciocho meses le había ganado con el 66,1% de los votos la segunda vuelta electoral a Marine Le Pen, cayó al 25%. Esa ola de protestas, bautizada periodísticamente como "chalecos amarillos", que comenzó en el "interior profundo" de Francia y desde allí se irradió hasta llegar a París, ayer recrudeció. Días pasados, un grupo de manifestantes transgredió todos los límites institucionales y arremetió contra la tradición republicana francesa utilizando una retroexcavadora para arrojar un montón de estiércol sobre el Palacio de Gobierno.

Reflejo de los tiempos

El origen de este movimiento es un fiel reflejo del impacto político de los cambios tecnológicos y culturales que experimenta hoy la sociedad mundial. Sus precursores fueron dos camioneros disconformes que el 10 de octubre emitieron un llamamiento para reclamar contra el alza del impuesto a los combustibles, que el Gobierno justificaba en su política de reconversión energética, a fin de incentivar el empleo de energías limpias para la defensa del medio ambiente. Aquella iniciativa fue retomada por diversos grupos extraordinariamente heterogéneos que a través de Facebook y de otras redes sociales adhirieron a la protesta.

Los chalecos amarillos hacen referencia a las prendas fosforescentes que deben utilizar los automovilistas en las carreteras de Francia en caso de cualquier incidente que interrumpa el tránsito, para tener mayor visibilidad. "Somos los trabajadores que necesitamos ir al culo del mundo porque no podemos pagar una casa donde está la fábrica. Somos los estudiantes pobres que tienen que ir en un coche de quinta mano a su campus, porque no pueden pagar una residencia universitaria. Somos el agricultor, el abuelo, todos los que no somos los ricos acomodados de París, Lyon o Niza", reza una de las proclamas anónimas de los descontentos.

Si bien la indeterminación de su filiación política torna difícil una caracterización precisa, el grueso de los manifestantes que han invadido las calles, cortado las rutas y bloqueado las estaciones de servicio son de clase media o de clase media baja, residentes en pequeñas ciudades y zonas rurales que, ante la carencia de servicios de transporte público eficientes se ven obligados utilizar el automóvil para todos sus desplazamientos, sea para ir al trabajo, estudiar o hacer sus compras. Las estadísticas indican que el 72% de los franceses que circulan en coches con combustible diésel residen en regiones mal conectadas del interior. Al contrario, un tercio de los habitantes de París no tienen auto porque no lo necesitan.

Choque de culturas

Macron es una personalidad extremadamente representativa de la elite gobernante. Como licenciado en Filosofía en la Universidad de Nanterre, con una tesis sobre Hegel, y egresado de la escuela Nacional de Administración (ENA), la escuela de la clase dirigente francesa, tiene credenciales académicas sobresalientes.

Como asesor de la Banca Rothschild, adquirió un vasto sistema de conexiones en el mundo empresario y financiero. Como militante del Partido Socialista desde los 24 años, ostenta también una carrera política que lo eyectó desde el Ministerio de Economía del gobierno de su antecesor, Francois Hollande, al Palacio de Eliseo. A los 40 años, es el presidente más joven de la historia de la República Francesa y el segundo Jefe de estado francés más joven después de Napoleón Bonaparte.

El conflicto refleja el contraste entre esa elite ilustrada de la que Macron es una figura emblemática y la "Francia profunda". La primera, tiene como epicentro naturalmente a París, una ciudad eminentemente cosmopolita. La otra Francia, conservadora y tradicionalista, que se extiende por las zonas rurales y los pequeños pueblos, es la principal base de sustentación de la excandidata del Frente Nacional (rebautizado como Agrupación Nacional), erigida ahora en jefa de la oposición a un gobierno en declive.

Resulta sugestivo que la argumentación oficial a favor del aumento de los combustibles sea la defensa del medio ambiente, un tema que en la Francia rural es una consigna política vacía de contenido. En su libro "Populismos: en defensa de lo indefendible", la académica Chantal Delsol lo explica con un ejemplo contundente: "Cuando el lobby ecologista suelta linces en la naturaleza para repoblarla de animales en vías de extinción, o emprende la defensa de los zorros para evitar su desaparición, los campesinos se burlan de esa pasión ideológica por una fauna inmóvil y matan, como quien no quiere la cosa a los animales peligrosos que, evidentemente no amenazan a los burócratas de los barrios selectos".

Esa dicotomía cultural alimenta las acusaciones gubernamentales sobre que la protesta de los chalecos amarillos es instrumentada por Le Pen. Una serie de episodios aislados ocurridos durante las manifestaciones corroboran ese peligro: en distintas oportunidades, hubo denuncias sobre pequeños grupos de manifestantes que lanzaron consignas antisemitas, agredieron a una pareja de homosexuales y obligaron a una mujer islámica a quitarse el velo. A pesar de esas advertencias preventivas, la rebelión cosecha también una amplia simpatía en los sectores urbanos.

Las encuestas indican que el 74% de la población está a favor de la protesta. Este dato puntual debe analizarse en un contexto más amplio: un estudio IFOP sobre "Los franceses y el poder" revela que el 41% de la opinión pública está dispuesto a aceptar un poder político autoritario para evitar la decadencia del país.

El fenómeno de los chalecos amarillos no es un rayo que cayó en medio de una noche estrellada. Revela que una gran cantidad franceses empieza a mirar con simpatía a los movimientos políticos "antisistema", opuestos a las elites gobernantes en sus respectivos países, al estilo de la coalición que gobierna en Italia o al mismo Trump en Estados Unidos. Le Pen tiene derecho a sentir que se acerca su hora.

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