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La Merced, donde el viento es el amo y señor

Es una finca de la familia Cardozo, ubicada a unos 25 km al norte de San Carlos. No tienen internet ni teléfono, pero hay TV satelital y escuchan Radio Salta.
Sabado, 19 de enero de 2019 01:30

La noche se cierra de tal forma que es imposible ver a más de un metro, el viento resopla con fuerza y mueve los pocos churquis y algarrobos que rodean la amplia casona, construida con ladrillos de adobe pero que por su confort y comodidad contrasta con el paisaje agreste del paraje La Merced. La nada misma se me ocurre que sería la descripción para ese lugar ubicado unos 25 kilómetros al norte de la localidad de San Carlos y a la vera de la ruta nacional 40 por la que con suerte, cada hora puede pasar uno que otro vehículo, algunos turistas en motos y otros más aventurados en bicicletas.

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La noche se cierra de tal forma que es imposible ver a más de un metro, el viento resopla con fuerza y mueve los pocos churquis y algarrobos que rodean la amplia casona, construida con ladrillos de adobe pero que por su confort y comodidad contrasta con el paisaje agreste del paraje La Merced. La nada misma se me ocurre que sería la descripción para ese lugar ubicado unos 25 kilómetros al norte de la localidad de San Carlos y a la vera de la ruta nacional 40 por la que con suerte, cada hora puede pasar uno que otro vehículo, algunos turistas en motos y otros más aventurados en bicicletas.

Hacia el oeste, el Sol hace rato se perdió por detrás de un cerro que es una especie de paredón gigante de piedra que engaña a cualquiera porque ascenderlo parece un juego de niños, pero no lo es. Y hacia el saliente aparece el valle de varios kilómetros donde se concentra un poco más de humedad y por eso don Alo y su hermano Fito -dos hermanos ya ancianos que nacieron y se criaron en ese lugar- están casi listos para cosechar kilos y más kilos de uvas blancas y negras que ya saben dulcísimas y que serán la materia primera de algún vino cafayateño. Al final del valle, otros cerros gigantes que de tan grandes hacen que el Sol se demore en aparecer, lucen diferentes colores que le dan al lugar un marco absolutamente increíble.

La noche y el silencio se vuelven abrumadores y comienzo a rogar que el resto de la familia que se fue a San Carlos -hasta allí hay señal para los teléfonos pero más al norte es casi imposible recibir un mensaje- vuelva pronto. Miro hacia los cerros y se me ocurre pensar que desde arriba los animales silvestres, dominadores absolutos de este lugar deben estar observándome. Por eso me voy hacia adentro de la casona a escuchar alguna radio o mirar televisión; aún así no me siento del todo segura. Pero antes, elevo la cabeza y no puedo creer lo que es ese cielo con millones de estrellas que están ­más cerca que en ningún otro lugar! Un pájaro de la noche del tamaño de una paloma pasa raudamente y me aletea cerca del rostro por lo que salgo corriendo porque en la oscuridad tan profunda no sé qué intenciones tenga pero me aseguro que se haya ido y vuelvo al lado de una acequia que trae el agua que seguramente baja de los cerros a mirar a ese cielo increíblemente límpido, transparente. Y es que más lo miro y más estrellas aparecen; así descubro que no son solo estrellas son cúmulos, polvo de estrellas; alguna otra más grande se desliza a toda velocidad de uno a otro lado. Mientras miro embelesada ese cielo maravilloso veo otras lucecitas titilar con dirección hacia el oeste e imagino que será un avión que se dirige hacia el norte de Chile.

En la noche cerrada solo es el sonido dominante del viento fresquito a pesar de que es pleno verano y de algunos loros rezagados que se niegan a irse a los cerros, su lugar en la noche y que de a ratos vuelven con sus graznidos para aletear sobre los churquis, los algarrobos para nuevamente alejarse más y más.

Siento que no hay nadie más cuando a la distancia -no sé a cuántos kilómetros- escucho la risa de una mujer y el ladrido de un perro que me trae el mismo viento. Debe ser una anciana que cría chivos y cuyo puesto está antes de la curva que antecede al paraje La Merced, el lugar donde en épocas inmemoriales se levantaron las casas hechas con ladrillo de adobe, frente a la iglesia pintada de blanco y amarillo que data de 1820, según se lee en la puerta.

Cuando el resto de la familia regresa desde San Carlos, recién aparece don Alo con una linternita en su mano y llega trayendo un pedazo de lechón que preparó en su hornito de barro para homenajear a los visitantes.

Yo no sabía, pero el anciano -que vive a unos 400 metros más hacia el norte- había estado esperando el ruido del auto que llegaba de San Carlos y seguramente observando cuando yo prendía y apagaba las luces de la casona de propiedad de su sobrina Nonys, donde haremos noche para conocer ese lugar mágico, increíblemente maravilloso de la provincia de Salta.

“Es el cielo, es la paz...”

Alo es parte del valle, de las montañas y aliado del viento que resopla dominante de ese lugar inconmensurable. Ahora entiendo qué atrae a los turistas que a veces con cierto riesgo se aventuran a recorrer en motos, bicicletas y hasta caminando esa ruta nacional 40 para conocer esta geografía agreste, solitaria. Es el cielo, es la paz, es la quietud; es la inmensidad, la majestuosidad de esos cerros, el aire increíblemente puro y el viento que resopla a toda hora haciéndonos recordar que en este lugar -animales, seres humanos, churquis, algarrobos- somos casi la misma cosa...
 
 
 

 

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