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¿Quién no se ha preguntado alguna vez acerca del amor, ese motor universal? Las respuestas son tan peculiares y numerosas como las personas que habitan el mundo. Así, recientemente editada por Planeta “Amor es tantas cosas”, de Graciela Schvartz, revela los vaivenes de la intimidad. En la trama Sara y Miguel están juntos hace más de tres décadas y acaban de casarse casi en secreto. En contexto, la autora bonaerense abre para los lectores una obra que fluye entre las páginas con una interesante combinación: el cuidado minucioso de la palabra y una dosis necesaria de humor. En diálogo con El Tribuno, la hacedora afirma que escribe sobre lo que conoce y añade: “el vínculo común entre todos mis libros es la memoria como un eje central sobre el que va articulándose cada historia”.
En tu nueva novela, revisás el vínculo de una pareja de años ¿qué te motiva a bucear sobre ese universo, en una era donde la juventud esa sobrevalorada?
Escribo sobre lo que conozco y lo que más me importa: los vínculos entre las personas, las redes del amor, los sentimientos que empiezan, cambian, caen o se transforman, los matices del rencor, la tristeza o el desencuentro. Si amor es tantas cosas, como pienso, todas ésas caben. Y más. Caben los celos en sus versiones más arcaicas, más aparentemente nimias. Caben las palabras y el silencio que a veces puede ser feroz. La confusión, creer que terminó y en cambio, no: para nada. Y el miedo, también eso desde luego. Miedo a la pérdida, miedo de la muerte. Cuando escribo se trata casi únicamente de eso, de las palabras. De cómo las palabras se van tramando para llegar a decir eso que quiero. Y en esta novela, en particular, me parece que esa búsqueda marca un capítulo nuevo. Hay otro ritmo, otra puntuación, una manera de la elipsis que fuí descubriendo y que (creo) marca algo distinto en mi escritura aún cuando haya rasgos que siguen siendo los mismos: siempre es la escritura la que me va llevando, la que abre distintas capas de la memoria que es sustancia de lo que cuento. La juventud fue una temporada maravillosa, es cierto. Pero para algunas cosas, para algunos sentimientos, o recuerdos, no hay cronología que valga: envejecen poco, no tienen vencimiento. Esas son cosas que no se saben cuando uno es joven.
Es cierto. También, a veces se vincula a la madurez con la monotonía...
Creo que encontrársela o no, a medio camino, con suerte a favor tiene bastante de decisión personal. No veo una alianza forzosa entre madurez (o vejez, incluso) y monotonía. Hay mucho por hacer, y mucho que mantiene intacta la posibilidad de alborotar el horizonte y dejar knock out a la monotonía. La escritura es una de esas cosas. Esos son los temas que me interesa explorar. Y que arman continuidad entre mis libros.
¿Considerás que, en algún sentido, esta novela cierra una especie de trilogía que se inició con Señales de vida y siguió con Alma inquieta?
Nunca pensé en trilogía. Y menos que Alma Inquieta pueda formar parte de algo así como sí tal vez sucede entre Señales de Vida y Amor es Tantas Cosas. Alma Inquieta es una indagación sobre la infancia que está lejos de las otras novelas. Aunque, es cierto, pensándolo ahora, que en la primera parte de Señales, la adolescencia de Irene también está marcada por un trabajo en el lenguaje que la identifica claramente y que va quedando atrás a medida que avanza el libro. También me apasionó el trabajo sobre el lenguaje que fuí haciendo en Alma Inquieta, ese intento de trasmitir la gramática expresiva de la infancia, y la mirada sobre el mundo de los adultos. En todo caso, pienso, el vínculo común entre todos mis libros sería la memoria como un eje central sobre el que va articulándose cada historia.
Además de esas novelas, has escrito cuentos ¿has pensado en generar otros textos, por fuera de la narrativa. Poesía o teatro, por ejemplo?
Siempre prosa, eso sí. No estoy cerca de la poesía. Es algo que lamento pero me fuí acostumbrando. Yo entro a la poesía por la voz. Si alguien me lee algo, puede llegarme al corazón pero es raro que las palabras solas, leyéndolas en silencio, me den alcance. La voz viva, en cambio, me puede totalmente. Y sin embargo, confío de manera absoluta en las palabras. Paradoja.
¿Te planteás una “misión” a la hora de escribir?
Para nada: no soy de esa tribu. Me gustó siempre muchísimo leer. Quizá fue ahí donde arrancó la decisión de escribir, si es que hubo decisión porque a esa altura (o desde esta distancia) las cosas vienen más mezcladas e inciertas. Pero fue un ejercicio de escritura, mientras preparaba mi ingreso a la secundaria, el que casi seguramente plantó semilla. El profesor de Castellano (que así se llamaba entonces) era malévolo y sagaz. Había anunciado que nunca nadie iba a sacarse más de ocho con él. Promediando el año, mandó como tarea escribir una Composición (también era ése el nombre que probablemente hoy haya caído en desuso) cuyo título era Caballos de fuego avanzan sobre el mar. Y yo escribí un texto de pocas líneas, ocho-diez como mucho, y él me puso un diez. El placer que tuve escribiéndolo sigue presente. Y sacarme un diez también fue semilla, seguramente, sobre todo en el sentido de haber conseguido expresar con acierto lo que quería decir. Creo que ese episodio está en el origen. Y el propósito sigue siendo el mismo. Ninguna misión: sólo tener una idea, una chispa inicial y empezar a trabajar, palabra por palabra, para llegar a decir lo que quiero.