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“El poeta es un orfebre, que deja que el poema diga lo que quiere decir”

Leopoldo "Teuco" Castilla presentó tres poemarios en la Casa de Salta. 
Lunes, 08 de julio de 2019 16:41

Ni el clima más hostil detiene al arte verdadero y una prueba de ello tuvo por protagonista a Leopoldo “Teuco” Castilla, una de las voces más honestas y valiosas de nuestra poesía. El autor echó a rodar un tríptico de poemarios necesarios y auténticos. Durante la presentación oficial, en la Casa de Salta, a metros del Obelisco, poco importó el frío del invierno porteño. En una sala sobrepasada en su capacidad, incluso con oyentes de pie, el editor Martín Maigua expresó: “Para mí es un privilegio enorme estar en esta casa que también es mi casa, porque soy salteño, presentando tres libros de alguien a quien admiro mucho. Es un honor publicar la poesía de Leopoldo Castilla. No quiero hablar por ustedes, porque cada uno tendrá sus sentimientos, pero creo que todos somos privilegiados por estar acompañándolo, leyéndolo y sensibilizándonos con sus palabras, con ese ritmo y esa armonía tan salteñas del la poesía del Teuco, pero además tan latinoamericana y, por qué no, tan universal. Porque es la naturaleza, el cosmos el que habla a través de su poesía”.
Y añadió: “Editar tres libros es un esfuerzo grande y también es una enorme alegría, una satisfacción. Estoy muy agradecido con él por darnos la oportunidad de publicarlos y apostar a la editorial Nudista. Los libros del Teuco son un viaje interior. Nos lleva a esos lugares recónditos del planeta, como Alaska u Oceanía, en “La última piel del mundo”. En “Baltasar”, una poesía más intimista y en “El Don del Alabado”, esa visita al museo Casa del Alabado en Ecuador”.
En seguida, el autor de Ngorongoro, Viento Caribe y Anzoología, seleccionó algunos de sus versos más nuevos y compartió la lectura con un público fascinado por su cadencia, profunda como la selva, ardiente como el fuego. Muchos artistas se acercaron a oírlo: Santiago Sylvester, Leonor Fleming, Juan Martín Leguizamón, Sara Mamaní, entre sus comprovincianos. También se entregaron a la escucha atenta los reconocidos poetas Julio Salgado, Alfredo Luna, Gisela Galimi y María Casiraghi, entre otros.
Antes del vino y las empanadas, que entibiaron la velada con un cierre bien tradicional, el escritor dialogó con El Tribuno. Y todo esto dijo.
¿Qué te motiva a presentar tres libros juntos, que son muy diversos entre sí? Uno tiene que ver con tu recorrido por un museo ecuatoriano, otro más geográfico y finalmente aquel vinculado con la muerte...
Presento los libros de a tres, porque así martirizo menos a mis amigos, y ¡entonces tienen que venir una sola vez y no soportarme tres veces seguidas! (risas). El primero de ellos es un libro de poemas a un hijo mío que murió hace tres años, el segundo son poemas al Museo del Alabado. He visto muchos museos, pero un día vagando por una callecita colonial de Quito, me encuentro con un museo de arte prehispánico. Le digo a mi mujer, María, que entremos y me empiezo a enloquecer de las maravillas que había allí: eran todas piezas con una gran potencia de mensajes. Saqué algunas fotos y al cabo de un año y medio, cuando tuve que ir a presentar una antología que me publicaron en Ecuador, me pregunté que debían tener esas fotografías. Así que me puse a trabajar y salió este libro que se llama “El don del Alabado”. Y el otro libro, que es “La última piel del mundo”, cuenta mis andares por lugares lejanos como Oceanía o Alaska, todos esos sitios muy en los confines.
En los poemas de tu último libro, hay un poco una mimesis con el paisaje, como una convivencia de hermanos...
Yo creo que el ámbito o lugar, tiene un ánima. Y cuando el alma de ese lugar te pega en el alma, el alma de ese sitio y la tuya se hacen una sola. Ya tengo unos 12 o 13 libros escritos sobre las historias y paisajes que veo, de ir andando por el planeta, en una especie de defensa chiquita de lo que le están haciendo a este mundo tan hermoso, y también tal vez para hacer memoria de lo que va desapareciendo. Para defendelo. Son distintas latitudes, como el desierto, los hielos, las selvas y las montañas, que siempre he dejado que hablen en el poema con el ánima que tiene, y no que yo imponga mi lenguaje al lugar.
Es un poco difícil de imaginar cómo puede uno callar su mente para permitir que hable un paisaje.
Eso sucede en cualquier tipo de poesía, no solo la que tenga que ver con el planeta. Vos tenés que dejar que hable el poema, no hablar vos. Una vez que hayas rescatado y hayas dejado hablar al poema en su milagro, pasado el tiempo vos aplicas tu oficio de poeta, donde uno es como un carpintero. Pero uno no es el dueño del poema, del poema es dueña la poesía. La poesía quiere que sea así, después vos podés intervenir de alguna manera. Ojo que es mi caso, porque yo no dicto doctrina ni cátedra, pero creo que hay que dejar que el poema diga lo que él quiere decir, porque cuando vos hacés que el poema diga lo que vos querés, entonces estás haciendo un discurso. Podés adornarlo como quieras, pero la potencia original de la poesía se pierde. Puede suceder el caso que quieras escribir sobre un sombrero y termines escribiendo sobre la nieve, y eso es porque la poesía quiere eso, y tiene que hacer que vos hagas lo que ella quiere.
¿Entonces para vos el poeta es una especie de dialogante con la materia poética? ¿O el poema es algo que está vivo de antemano?
El poeta recibe y obedece. Si el poeta fuera el autor, entonces te podrías sentar a escribir cuando quieras un poema y te saldría hermoso todas las veces, si fuera tuyo el talento. Pero sucede que vos te sentás a escribir y te sale un bodrio imposible, porque la poesía no ha querido. Y podés tener toda la experiencia que quieras porque cuando la poesía no quiere, no quiere. Eso te demuestra que el centro de potencia de la poesía está dada por ella y vos sos un atento orfebre de lo que se te está dando, pero el milagro no lo producís vos. Solo lo producís vos al milagro cuando, buscando una cosa, te das con el milagro con el que la poesía te estaba esperando.

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Ni el clima más hostil detiene al arte verdadero y una prueba de ello tuvo por protagonista a Leopoldo “Teuco” Castilla, una de las voces más honestas y valiosas de nuestra poesía. El autor echó a rodar un tríptico de poemarios necesarios y auténticos. Durante la presentación oficial, en la Casa de Salta, a metros del Obelisco, poco importó el frío del invierno porteño. En una sala sobrepasada en su capacidad, incluso con oyentes de pie, el editor Martín Maigua expresó: “Para mí es un privilegio enorme estar en esta casa que también es mi casa, porque soy salteño, presentando tres libros de alguien a quien admiro mucho. Es un honor publicar la poesía de Leopoldo Castilla. No quiero hablar por ustedes, porque cada uno tendrá sus sentimientos, pero creo que todos somos privilegiados por estar acompañándolo, leyéndolo y sensibilizándonos con sus palabras, con ese ritmo y esa armonía tan salteñas del la poesía del Teuco, pero además tan latinoamericana y, por qué no, tan universal. Porque es la naturaleza, el cosmos el que habla a través de su poesía”.
Y añadió: “Editar tres libros es un esfuerzo grande y también es una enorme alegría, una satisfacción. Estoy muy agradecido con él por darnos la oportunidad de publicarlos y apostar a la editorial Nudista. Los libros del Teuco son un viaje interior. Nos lleva a esos lugares recónditos del planeta, como Alaska u Oceanía, en “La última piel del mundo”. En “Baltasar”, una poesía más intimista y en “El Don del Alabado”, esa visita al museo Casa del Alabado en Ecuador”.
En seguida, el autor de Ngorongoro, Viento Caribe y Anzoología, seleccionó algunos de sus versos más nuevos y compartió la lectura con un público fascinado por su cadencia, profunda como la selva, ardiente como el fuego. Muchos artistas se acercaron a oírlo: Santiago Sylvester, Leonor Fleming, Juan Martín Leguizamón, Sara Mamaní, entre sus comprovincianos. También se entregaron a la escucha atenta los reconocidos poetas Julio Salgado, Alfredo Luna, Gisela Galimi y María Casiraghi, entre otros.
Antes del vino y las empanadas, que entibiaron la velada con un cierre bien tradicional, el escritor dialogó con El Tribuno. Y todo esto dijo.
¿Qué te motiva a presentar tres libros juntos, que son muy diversos entre sí? Uno tiene que ver con tu recorrido por un museo ecuatoriano, otro más geográfico y finalmente aquel vinculado con la muerte...
Presento los libros de a tres, porque así martirizo menos a mis amigos, y ¡entonces tienen que venir una sola vez y no soportarme tres veces seguidas! (risas). El primero de ellos es un libro de poemas a un hijo mío que murió hace tres años, el segundo son poemas al Museo del Alabado. He visto muchos museos, pero un día vagando por una callecita colonial de Quito, me encuentro con un museo de arte prehispánico. Le digo a mi mujer, María, que entremos y me empiezo a enloquecer de las maravillas que había allí: eran todas piezas con una gran potencia de mensajes. Saqué algunas fotos y al cabo de un año y medio, cuando tuve que ir a presentar una antología que me publicaron en Ecuador, me pregunté que debían tener esas fotografías. Así que me puse a trabajar y salió este libro que se llama “El don del Alabado”. Y el otro libro, que es “La última piel del mundo”, cuenta mis andares por lugares lejanos como Oceanía o Alaska, todos esos sitios muy en los confines.
En los poemas de tu último libro, hay un poco una mimesis con el paisaje, como una convivencia de hermanos...
Yo creo que el ámbito o lugar, tiene un ánima. Y cuando el alma de ese lugar te pega en el alma, el alma de ese sitio y la tuya se hacen una sola. Ya tengo unos 12 o 13 libros escritos sobre las historias y paisajes que veo, de ir andando por el planeta, en una especie de defensa chiquita de lo que le están haciendo a este mundo tan hermoso, y también tal vez para hacer memoria de lo que va desapareciendo. Para defendelo. Son distintas latitudes, como el desierto, los hielos, las selvas y las montañas, que siempre he dejado que hablen en el poema con el ánima que tiene, y no que yo imponga mi lenguaje al lugar.
Es un poco difícil de imaginar cómo puede uno callar su mente para permitir que hable un paisaje.
Eso sucede en cualquier tipo de poesía, no solo la que tenga que ver con el planeta. Vos tenés que dejar que hable el poema, no hablar vos. Una vez que hayas rescatado y hayas dejado hablar al poema en su milagro, pasado el tiempo vos aplicas tu oficio de poeta, donde uno es como un carpintero. Pero uno no es el dueño del poema, del poema es dueña la poesía. La poesía quiere que sea así, después vos podés intervenir de alguna manera. Ojo que es mi caso, porque yo no dicto doctrina ni cátedra, pero creo que hay que dejar que el poema diga lo que él quiere decir, porque cuando vos hacés que el poema diga lo que vos querés, entonces estás haciendo un discurso. Podés adornarlo como quieras, pero la potencia original de la poesía se pierde. Puede suceder el caso que quieras escribir sobre un sombrero y termines escribiendo sobre la nieve, y eso es porque la poesía quiere eso, y tiene que hacer que vos hagas lo que ella quiere.
¿Entonces para vos el poeta es una especie de dialogante con la materia poética? ¿O el poema es algo que está vivo de antemano?
El poeta recibe y obedece. Si el poeta fuera el autor, entonces te podrías sentar a escribir cuando quieras un poema y te saldría hermoso todas las veces, si fuera tuyo el talento. Pero sucede que vos te sentás a escribir y te sale un bodrio imposible, porque la poesía no ha querido. Y podés tener toda la experiencia que quieras porque cuando la poesía no quiere, no quiere. Eso te demuestra que el centro de potencia de la poesía está dada por ella y vos sos un atento orfebre de lo que se te está dando, pero el milagro no lo producís vos. Solo lo producís vos al milagro cuando, buscando una cosa, te das con el milagro con el que la poesía te estaba esperando.

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