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Un crimen patotero en una sociedad indefensa

Nota editorial
Domingo, 26 de enero de 2020 00:33

El asesinato de Fernando Báez Sosa a manos de una patota de diez deportistas muestra, al mismo tiempo, una sociedad atravesada por la violencia y el abuso de poder, una regresión hacia estadios primitivos de la humanidad y la ineficacia de un Estado, desorientado por nuevos dogmas ideológicos.

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El asesinato de Fernando Báez Sosa a manos de una patota de diez deportistas muestra, al mismo tiempo, una sociedad atravesada por la violencia y el abuso de poder, una regresión hacia estadios primitivos de la humanidad y la ineficacia de un Estado, desorientado por nuevos dogmas ideológicos.

Un deporte, el rugby, ha quedado estigmatizado como usina de violencia. Se trata de un juego de contacto, con gran rendimiento físico, y que se juega en grupos que hacen de la solidaridad interna un culto. Pero hay miles de personas que practican este deporte y no necesitan construir su autoestima a los golpes. La cuestión de fondo es la cultura patotera, que se expande por infinidad de actividades y tiene su expresión más obscena en las barras bravas del fútbol.

La sociedad que se horroriza ante la muerte infame de Fernando es la misma que admite, pasivamente, que organizaciones criminales disfrazadas con la camiseta de un club manejen una economía multimillonaria y en negro, con la connivencia de la dirigencia y el apoyo del poder político sin diferencia de banderías. Una sociedad que se engaña pensando que con impedir el ingreso de los hinchas visitantes se termina con la violencia en el deporte.

Las barras bravas y los asesinos de Fernando comparten el culto a la violencia.

Los diez detenidos en Villa Gesell no se volvieron violentos esa noche porque estaban borrachos. Sus vecinos de Zárate les atribuyen una larga historia de atropellos y matonería, siempre en banda y a partir de la ventaja numérica. Sus mensajes en redes sociales, previos al crimen en banda, testimonian su devoción por el daño al prójimo, su fascinación con los golpes y la pelea.

La nimiedad por la que emboscaron a Fernando y sus amigos hace más absurda y dolorosa la muerte: un roce durante un "pogo", práctica que justamente se caracteriza por el amontonamiento y el descontrol. Buscaban bronca, con alguien más débil. Y la frivolidad de burlarse de la policía acusando a un conocido que no estaba en el lugar recuerda el título de un libro de Hannah Arendt sobre el Holocausto, "La banalidad del mal".

Ni el rugby, ni el alcohol ni las historias personales de los protagonistas explican plenamente lo que ocurrió.

Existen responsabilidades previas. El Club Náutico Zárate, las autoridades municipales, la Justicia y la policía de esa localidad bonaerense jamás tomaron medidas enérgicas frente a la violencia de esta patota con historia. Resultaría difícil para ellos, porque la seguridad en la Argentina está en manos de políticos aficionados, que prefieren culpabilizar a policías, prefectos y gendarmes antes que poner límites a los violentos. La cultura "garantista", que se presenta como un nuevo humanismo, termina alentando atropellos como el de Villa Gesell.

El municipio del balneario prohibió esta semana el consumo de alcohol. Es difícil establecer si se trata de ineficiencia o cinismo. Gesell en verano es tierra de nadie, a disposición de jóvenes sin padres y sin autocontrol, que conciben la "previa" como el momento de beber al máximo posible para llegar a la noche completamente borrachos.

La muerte provoca un fuerte impacto, pero las patotas y el bullying escolar, laboral o en las redes son fruto de una sociedad que alimenta una sorda violencia social. Esta violencia se controla con educación, prevención y verdadero humanismo.

Entre tanto horror, cabe destacar conductas positivas de jóvenes que también invitan a la reflexión: una chica que intentó reanimar a Fernando cuando sus verdugos todavía estaban alardeando con su hazaña, y la community manager del boliche, que trató de frenar a los agresores y no dudó en brindar un testimonio lapidario contra los diez detenidos.

Un joven salteño, el ex Puma Juan Figallo, mostró la sensatez y la autocrítica que les faltó a la UAR y al Club Náutico Zárate: "Sancionar a alguien significa que la pelea ya pasó. Nosotros tenemos que trabajar y concientizar para que estas cosas no ocurran".

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