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Con 88 años, el último socio fundador de Cosalta cuenta y escribe sus historias

Salvador Marinaro, tambero
Domingo, 12 de julio de 2020 00:41

El 9 de julio cumplió 88 años Salvador Marinaro, un hombre que escribió una parte importante de la historia emprendedora de Salta. Entre los grandes preparativos para su fiesta se hizo un espacio para recordar sus comienzos y su trabajo como tambero.

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El 9 de julio cumplió 88 años Salvador Marinaro, un hombre que escribió una parte importante de la historia emprendedora de Salta. Entre los grandes preparativos para su fiesta se hizo un espacio para recordar sus comienzos y su trabajo como tambero.

“Hablame fuerte chango porque estoy sordo”, dijo y siguió dando órdenes a los hijos, a los nietos y a quien se le cruzara, con una lucidez que asombra. Sigue siendo “una bestia” de trabajo que hasta los domingos ordena que lo lleven a la finca a controlar todo. 

Pide que le pasen el celular para mostrar una foto de la última campaña de tabaco. Se ven unas plantas más altas que una persona y con unas hojas que superan el metro de largo.

Se sienta y se encarga de que traigan empanadas y vino para las visitas. Como buen salteño, espera que el invitado las pruebe. Descorcha y sirve, para comenzar a hablar de los recuerdos que intentó ordenar en un cuaderno.

En el relato de su vida, cada capítulo va saliendo según cómo se presente la charla. El hombre tiene para cada momento una anécdota o una historia vinculada al trabajo, a las labores, a nombres que no se olvida, a hombres que convirtieron la vida productiva de la provincia. 

A algunas aventuras prefiere guardarlas para los que tienen la oportunidad de sentarse a compartir con él y que queden en esa intimidad que arma en torno del invitado.

Es el único socio fundador vivo de la Cosalta. Se recuerda trabajando desde los 8 años y a su mamá (Sara Cristina) levantándolo a las cinco de la mañana para ir a repartir la leche que su papá, Rosario, tenía lista en latas. Cuando escuchaba el llamado -“Tuco Tuco”- sabía que era la hora.

Y de pronto ese hombre gigante, duro, de manos de piedra, se derrumba en lágrimas y suspira su infancia. Mira a uno de sus hijos, traga, respira y cuenta: “Mi papá tenía la lechería en la Lerma 121 y dábamos de pastar a las vacas en la cancha de Juventud. Repartíamos la leche en una jardinera, pero también ordeñábamos. Había gente que venía y la tomaba al pie de la vaca. Entonces mi papá me decía que debía ordeñar con el vaso bien bajo para que se arme la espuma”.

Por esos tiempos su papá también traía leche de Finca Las Costas, en donde don Benjamín Zorrilla se le daba para el reparto. Su recuerdo lo lleva a lo caudaloso del río San Lorenzo y a cómo don Rosario pasaba ese lecho de piedras con una jardinera de papel tirada por mulas.

Don Rosario luego trabajó para La Salteña y se hizo cargo de la producción de una finca de Los Álamos, siempre con el apoyo familiar.

“Hasta 2.000 litros diarios producían, así que había que vender la leche como sea. Como a veces no la podía vender a toda, él salía a buscar a los turcos que se la compraban para hacer queso chanchín, que es del tamaño de una albóndiga. Esos turcos eran los Zeitune, Dantur....”, dijo, ya en recuerdos casi de juventud. 

“Me salvé de la colimba”, es lo primero que dice sobre su adultez. Recuerda a Esteban Oieni y Nicolás Gentile, que fueron por esos años de soltería los compañeros de andanzas de diversos colores. Con los años, esos amigos se convertirían en sus compadres, como lo marca el reglamento de vida.

Don Salvador se casó grande para la época. Con 33 años, ya era un solterón que se las sabía a todas. Gracias a sus ahora compadres, conoció a Araceli Gómez, una joven de 20 años que provenía de una familia de españoles que llegó a la Colonia Santa Rosa.

Se acuerda clarito del día que la vio por primera vez. Sus dos “compas” lo vistieron de gala con un traje “espléndido” y zapatos. Dice que primero no entendía nada y luego, comprendió todo.

La diferencia de edad le hacía la partida más difícil a Salvador, que buscó las mil maneras de acercarse a Araceli.

“Me acuerdo del día que yo había anunciado que iba a ir a visitarla. Estaba la casa llena de gallegos que habían puesto el pretexto de ir a jugar a la loba. Y entonces a cada rato salía uno y me analizaba de reojo. Luego salía otro y otro”, contó a las carcajadas.

Con Araceli tuvieron a sus 4 hijos varones: Rosario, Francisco Javier, Sergio Salvador y Santos, que les dieron 13 nietos.

Todo es trabajo

La historia que le piden todos, en todas las ocasiones, feriados y fiestas de guardar es el relato de cuando él y su papá fueron hasta Santiago del Estero a comprar el primer tractor. “Por un Fiat 55 fuimos hasta La Banda. Lo habíamos comprado por el Banco Nación. Lo trajimos andando y ya en Rosario de la Frontera le tuvimos que hacer el primer cambio de aceite. Desde ahí, a los 3 días llegamos a Salta y nos fuimos a la puerta del Banco para que vean los gerentes”, cuenta y ríe.

Con ese tractor, todo el trabajo se hizo más rápido y comenzaron a tener horas de ocio. Les sobraba el tiempo. ¿Qué hicieron los Marinaro? Pensaron y comenzaron a prestar servicios.

Recordó los comienzos de la cooperativa de los salteños

Es su biblioteca de anécdotas hay un especial cariño por Cosalta. 

“Allá por el 1958 ya se hablaba de formar una cooperativa. Se reunían don Rosario, el doctor Luis Cataldi, Josué Campos, López y varios más, en las oficinas de la Sociedad Rural Salteña, en la calle Mitre, frente a la plaza 9 de Julio”, recuerda Salvador Marinaro cerrando los ojos.

“En el año 1960 se formaliza la Cosalta. Mi padre era reacio a las cooperativas debido a la poca suerte que tuvo con La Salteña, que se fundió. Pero finalmente decidió ser uno de los fundadores de la Cosalta. El primer puntal fue Guillermo Solá, también Enrique Aráoz, Napoleón Gambetta, Carlos Timoteo Choque y varios más. Tenían un terreno en la Jujuy, entre Urquiza y San Martín, que no utilizaban y lo cambiaron por otro ubicado en la avenida Chile donde funcionaba la Brigada de Investigaciones. Los primeros tiempos eran muy duros porque se ordeñaba a mano y la leche no era muy limpia. Después de un par de años, pusimos una ordeñadora. El 8 de septiembre de 1973, en el Día del Agricultor, muere mi padre y continuamos el tambo con el nombre Sucesores de Rosario Marinaro”, cuenta en ese cuaderno tamaño oficio donde escribe sus memorias.

Esos recuerdos a veces son difíciles. Como el de aquel día que salió a topar un ternero que no quería ser marcado. Ya grande, con más de 60 años, se metió en el corral con el pial en la mano. La bestia le dio una advertencia de vida y lo tumbó de una manera tan contundente que al tiempo terminó en la clínica Fleni, en Buenos Aires, con una fístula en la cuarta vértebra. 

Para la operación no aceptaba anestesia, pero el dolor fue tan grande que tuvo que ceder. No sentía nada en sus extremidades inferiores. Le pinchaban las piernas y nada.

En un momento era seguro que todo ese camino tenía como destino el peor final. Consultaron a uno de los más reconocidos médicos especialistas del mundo y el galeno, tras ver al gaucho, dijo: “No lo toquen, que siga así que se va a recuperar con el tiempo”. Los años le dieron la razón.

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