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Hong Kong, el principio del fin

Miércoles, 08 de julio de 2020 02:29

La sanción por el Parlamento chino de la Ley de Seguridad Pública para aplicar en Hong Kong constituye un punto de inflexión en la peculiar historia de esa "ciudad Estado".

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La sanción por el Parlamento chino de la Ley de Seguridad Pública para aplicar en Hong Kong constituye un punto de inflexión en la peculiar historia de esa "ciudad Estado".

La autonomía relativa concedida a la isla en el acuerdo entre Beijing y Londres suscripto en 1984, y que rigió su desenvolvimiento desde su devolución a la soberanía china en 1997, parece ceder paso a un período de transición que seguramente culminará en 2047, la fecha que aquel tratado bilateral estableció como plazo para que esa denominada "región administrativa especial" se convirtiera lisa y llanamente en otra provincia china.

Con inusitada celeridad el régimen de Beijing promovió casi en secreto la sanción de esa norma legal, que estipula duras condenas a sus infractores, a fin de reprimir ciertas incipientes tendencias "independentistas" que reivindican la identidad cultural propia, forjada por la convergencia entre la tradición oriental y la impronta británica.

Con notable sentido de la oportunidad, los chinos aprovechan también el hecho de que la opinión pública occidental está concentrada en la pandemia, lo que amortigua las reacciones internacionales ante lo que se denuncia como una violación de los derechos humanos y los compromisos contraídos en el acuerdo de restitución.

La iniciativa pretende adelantarse a los acontecimientos. Durante todo el año pasado, una ola de manifestaciones inundó las calles de Hong Kong para reclamar contra la sanción de una "ley de extradición" dictada por las autoridades chinas cuyas implicancias limitaban la competencia de los tribunales locales, reputados por su independencia del poder político.

Independentismo

Las movilizaciones obligaron a una inédita revisión de la medida cuestionada. La oposición democrática, aletargada tras la represión que aplastó a la "rebelión de los paraguas", una masiva movilización popular que había conmocionado el territorio, emergió esta vez victoriosa de la pulseada.

Pero ese mismo resultado llevó a una radicalización de las protestas, que se tradujo en un nuevo y más ambicioso reclamo: la elección directa del gobernador de la isla, designado hasta hoy por una asamblea legislativa integrada por partes iguales por representantes electos por el voto popular y delegados designados por distintas organizaciones civiles, en su mayoría condicionadas por Beijing.

El rechazo oficial a esa reivindicación alentó el surgimiento dentro de la oposición de una corriente minoritaria pero fuertemente activa que empezó a insinuar la alternativa de la independencia de la isla.

En las elecciones municipales de noviembre pasado, los candidatos de la oposición democrática obtuvieron una amplia victoria sobre las fuerzas tradicionales, partidarias de un apaciguamiento con Beijing, en diecisiete de los dieciocho distritos en que está dividida administrativamente la ciudad. Este nuevo escenario abrió una inquietante incógnita sobre las elecciones legislativas previstas para septiembre próximo, ante la posibilidad cierta de que un triunfo de las corrientes más radicalizadas provocara una crisis política.

En este contexto, resulta inevitable un choque de trenes. Beijing pretende avanzar en una paulatina "chinoización" de Hong Kong. Para los comunistas chinos, el tratado de 1984 nunca fue concebido como una estación de llegada sino apenas como el punto de partida en el camino hacia una plena recuperación de su soberanía nacional sobre ese territorio que le fuera arrebatado por los ingleses en la "guerra del opio" en 1842.

El tiempo como estrategia

La gobernadora Carrie Lam, acostumbrada a un juego de equilibrio entre las exigencias de la oposición y las presiones de Beijing, sostuvo que la ley apunta a "salvaguardar la seguridad nacional".

El partido Demosisto, una de las principales fuerzas opositoras, anunció su disolución ante la supresión de las garantías legales para su actividad. Joshua Wong, uno de sus líderes, denunció que la sanción de la ley "marca el fin de la Hong Kong que el mundo conocía".

Las repercusiones externas tampoco se hicieron esperar. El Congreso estadounidense aprobó una ley que retiró a Hong Kong los beneficios excepcionales que tenía por su condición de territorio autónomo. El primer ministro británico, Boris Johnson, en contraste con la severa política de restricción a la inmigración implementada en el Reino Unido, promulgó un mecanismo especial para facilitar el otorgamiento de la ciudadanía inglesa a tres millones de hongkoneses. La Unión Europea también condenó la medida adoptada por Beijing.

Este escenario tiene también impacto económico. El posible estallido de nuevos disturbios aleja a las inversiones extranjeras e incentiva una creciente fuga de los capitales locales, que buscan refugio en el exterior. Hong Kong, con sus 7.500.000 de habitantes es la undécima potencia económica mundial por el tamaño de su producto bruto interno y todavía es considerada un paraíso en materia de libertades para la actividad empresaria, pero ya venía experimentando una cierta parálisis, acentuada en los últimos meses por la pandemia y agravada ahora por la crisis.

Hong Kong ha ido perdiendo importancia relativa en relación a China. En la década del 60, su performance económica descollaba junto a Singapur, Taiwán y Corea del Sur, aquellos “pequeños tigres asiáticos” cuyo éxito paradójicamente inspiró a Deng para lanzar su política de apertura. 
En 1984, cuando se firmó el tratado que consagró la transferencia de soberanía, su producto bruto interno equivalía a un 25% del chino. En 1997, cuando se materializó el traspaso, ya era del 16%. Actualmente, asciende a apenas el 3%. La razón estructural es relativamente simple: su antiguo rol como vía de conexión entre una China amurallada y el mundo exterior fue desapareciendo paulatinamente a partir del comienzo de las reformas impulsadas por Deng Xiaoping. 
Lo sucedido es una cabal demostración de la visión de largo plazo que caracteriza a los chinos. Cuando ambos países suscribieron el tratado que estableció el arrendamiento de Hong Kong por un plazo de 99 años, en Occidente se interpretó que ese plazo era un eufemismo diplomático para disimular una cesión a perpetuidad. El equívoco se subsanó cuando en 1982 Deng envió una carta a Margaret Thatcher recordándole amablemente la proximidad de la fecha del vencimiento del plazo y sugiriendo la conveniencia de iniciar conversaciones para su cumplimiento. Para entonces, China ya no era un país derrotado sino una potencia regional y Gran Bretaña ya no era la primera potencia mundial sino un imperio en declinación.
No obstante, el equívoco se reiteró cuando en 1984, cinco años antes de la caída del muro de Berlín, ambos países estipularon un plazo de cincuenta años para un período de transición hasta el pleno restablecimiento de la soberanía china sobre el territorio, en Occidente se volvió a suponer que 2047 era una fecha demasiado lejana para ser tomada literalmente y constituía un lapso convencional seguramente prorrogable. Lo que ocurre ahora, cuando China emerge como la superpotencia ascendente, revela que Beijing tiene una noción muy precisa del almanaque, propia de una civilización milenaria capaz de esperar siglos. Como recomendaba Deng, “esconde tus capacidades y espera el momento oportuno”.

 

 

 

 

 

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