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Un escándalo hasta ayer inimaginable 

Jueves, 07 de enero de 2021 00:59

Lo ocurrido ayer en Washington fue un bochorno. Una acción violenta, organizada por el presidente Donald Trump a partir de una mentira insostenible y absurda: la fábula de que le robaron una elección donde su adversario obtuvo diez millones de votos más que él, en la cual las autoridades estaduales, demócratas o republicanas, convalidaron los resultados.

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Lo ocurrido ayer en Washington fue un bochorno. Una acción violenta, organizada por el presidente Donald Trump a partir de una mentira insostenible y absurda: la fábula de que le robaron una elección donde su adversario obtuvo diez millones de votos más que él, en la cual las autoridades estaduales, demócratas o republicanas, convalidaron los resultados.

La otra mentira fue la teatralización de que el vicepresidente Mike Pence podía desconocer el resultado e impedir la derrota.

La decisión del vice desequilibró a un presidente que se considera monarca y mesías. Y a esto se sumó la derrota en Georgia, cuyo responsable es el propio Trump y que le permite al presidente electo Joe Biden contar con el 50% de los senadores, más la vicepresidenta Kamala Harris.

Probablemente, el de ayer haya sido el error más grande de Trump, porque el partido Republicano, que lo aceptó como presidente outsider, hoy está derrotado, dividido y humillado. La posibilidad del regreso dentro de cuatro años hoy parece diluirse prematuramente.

Todo lo que ocurrió ayer corrobora la arbitrariedad con la que Trump se desempeñó desde el primer día de su mandato. Hechos muy similares, con distintos matices, ocurrieron Argentina, Bolivia y Venezuela en los últimos años. Pero Trump es el presidente de la mayor potencia militar del mundo y el nivel de conmoción podría extenderse en las próximas dos semanas, si el conflicto ingresa en un espiral violento. En EEUU hay violencia latente la que, con otro signo, estalló partir del asesinato de George Floyd. Es probable que el presidente saliente siga alentando a sus patoteros. Habrá que ver hasta dónde llega.

Pero el triunfo de Trump, hace cuatro años, así como sus inveterados conflictos con la prensa, con los países desarrollados, con los opositores y, también, con los valores de la verdad, la hospitalidad y la democracia, tienen como correlato una realidad del mundo que no es posible ignorar. Porque Trump perdió, pero tuvo el apoyo de más de 70 millones de estadounidenses.

Cuando se habla de una crisis en el país, probablemente, más poderoso de toda la historia, no basta con la adjetivación personal el diagnóstico clínico. Hoy se visibiliza el deterioro de los dos grandes partidos estadounidenses, que se muestran desorientados y donde las alternativas a la política tradicional son los extremismos de una izquierda sin horizontes o de una derecha racista y ultraconservadora.

Trump se mostró como un “revisionista”. Forma parte del grupo de gobernantes que están decididos a romper acuerdos heredados: Xi Jinping, Vladimir Putin, Recep Erdogan y a Boris Johnson. Lo hizo con los casos del cambio climático y del plan nuclear de Irán; con el Acuerdo Transpacífico, amenazó a la OTAN, a la Unión Europea, a la OMS. A treinta años del fin de la Guerra Fría, el nuevo orden internacional no funciona como se imaginaban los triunfadores.

Trump no cree en la democracia, pero logró el apoyo de los obreros industriales cuyas fuentes de empleo se habían trasladado a China; a pesar de su vida personal frívola y mundana, logró convocar a los cristianos ortodoxos, horrorizados por el progresismo demócrata; logró el respaldo de la comunidad cubana de Miami cuando bloqueó el acercamiento iniciado por Barack Obama. 

Estos nuevos liderazgos proliferan en un mundo donde la democracia occidental ve deteriorarse una parte esencial de su columna vertebral: los partidos. Las cuatro décadas de democratización en América latina nos ofrecen muy cercanos ejemplos de la disolución de las identidades políticas. Las imágenes de los manifestantes en las oficinas del Capitolio ya son históricas. Hasta ayer, eran inimaginables.

Lo más probable es que Trump deje de ser presidente el 20 de enero a mediodía. Pero seguramente, en lo que para la mayoría es una conducta irresponsable, pero para él una estrategia de supervivencia, seguirá dando pruebas de su autoritarismo más premeditado y menos mesiánico de lo que parece.
 

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