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Nos seguimos alejando de la democracia

Domingo, 02 de mayo de 2021 01:18

Estamos atravesando una pandemia global que provoca y provocará aún más profundas consecuencias sanitarias, políticas, económicas, sociales y laborales en todo el planeta.

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Estamos atravesando una pandemia global que provoca y provocará aún más profundas consecuencias sanitarias, políticas, económicas, sociales y laborales en todo el planeta.

La historia enseña que sus efectos podrían durar un par de lustros como mínimo.

Hay países que han sido un ejemplo de previsión y de gestión de la epidemia y que todo el resto del mundo hubiéramos podido -tal vez debido- copiar.

Quizás el mejor ejemplo sea Corea del Sur. Comenzaron a prepararse en el año 2018 sabiendo que, tarde o temprano, alguna nueva epidemia volvería a arreciar. Direccionaron la producción industrial y, por ejemplo, por medio de subsidios alentaron a la industria textil a producir cuotas mensuales de barbijos o a la industria farmacéutica a producir kits de testeos; todo a escalas sin antecedentes.

Crearon un centro de prevención y detección de enfermedades (KCDC) y le dieron un poder de coordinación absoluto por encima de todas las autoridades sanitarias existentes; incluso por sobre algunas autoridades políticas.

Cuando se declaró la pandemia, en marzo de 2020, la estrategia fue sencilla y eficaz: testear, aislar y rastrear a todos los contactos estrechos positivos hacia atrás; volviendo a testear, a aislar y a seguir rastreando hacia atrás sucesivamente.

Sin descanso. Sin parar.

Aún sin vacunas optaron por una estrategia inteligente y efectiva: la prevención. Sus resultados muestran que fue, y que sigue siendo, la mejor estrategia. Los profesores Clarke y Dercon, autores del libro "Desastres estúpidos" han demostrado que invertir en prevención evita incurrir -en promedio- en dos tercios de los gastos que se terminan realizando cuando la tragedia, previsible, finalmente azota.

El profesor Jacques Attali en su libro "La economía de la vida" estima que, para el caso particular de la pandemia, los gobiernos mundiales están perdiendo -producto de los cierres generalizados-, hasta diez veces más de lo que hubieran gastado en esquemas preventivos de haber seguido el ejemplo de Corea del Sur.

Solo que nadie eligió copiar a Corea del Sur. Cada país decidió usar su propio criterio y, en general, todos eligieron el camino menos razonable. O recurrieron a la negación del problema o procedieron a efectuar cierres generalizados. Se instalaron pujas por respiradores, por barbijos, por kits de testeos. Hoy la lucha es por las vacunas. Hay países que han hecho un manejo desastroso de la situación; no vale la pena hacer nombres, todos conocemos los casos más icónicos.

Por supuesto nuestro país no fue la excepción. Profundizando las diferencias por el abuso de una ideología anacrónica y desubicada, quedaron en evidencia nuestras profundas discapacidades organizativas además de las preocupantes carencias profesionales e intelectuales de nuestros líderes.

Nuestros funcionarios pasaron de la negación infantil y una subestimación casi criminal a un triunfalismo insensato. Del triunfalismo infundado derivaron en estupor y sorpresa para luego virar a la impotencia y a la procrastinación de soluciones. Ahora estamos entrando, lisa y llanamente, en la etapa del pánico y de la búsqueda de culpables. "Crucemos los dedos para que lleguen vacunas" dijo recientemente el ministro de salud de la provincia más grande del país en una muestra de impericia casi insuperable. Digo casi porque, día a día, demuestran que sí pueden superarse a sí mismos en todos los rubros imaginables: ignorancia, falsedad ideológica, perversión, negacionismo y necedad.

No soy yo, sos vos.

Autoritarios, proyectan sus incapacidades y carencias, sus responsabilidades y su propio totalitarismo sobre los otros. "No soy yo, sos vos; el otro, todos los otros" se convierte en un lema y bajo este modus operandi se construye toda una estructura de poder y una forma de gobernar.

La culpa es de los chicos que se intercambian barbijos, de los padres que usan el transporte público para llevarlos al colegio y, finalmente, de los médicos que se relajaron atendiendo otros tratamientos tanto o más graves que el COVID, que fueron postergados por la primera ola.

¿O acaso debemos interpretar que es más grave una muerte por el virus que otra por la falta de reemplazo de un marcapasos o la no extirpación a tiempo de un tumor maligno ante una enfermedad oncológica?

El presidente, luego de esta barbaridad dicha por cadena nacional y redoblando la apuesta afirmaría: "jamás dije semejante cosa. Es claro que sectores políticos y medios de comunicación opositores tergiversaron mis palabras tendenciosamente".

Se olvida que su mensaje fue grabado y repetido hasta el cansancio al igual que la imagen de su infaltable dedo acusador puntualizando "a mi la rebelión no".

La injusticia y la vulgaridad para con todos los niños, padres, médicos y personal de la salud duele. Tanto duele que las palabras del presidente incitan a la desobediencia civil y a la rebeldía social. Pero no nos confundamos; el primero en incitar a esta rebelión y a esta desobediencia es el propio presidente de la Nación cuando hace uso de una incansable falsedad ideológica y de sus ininterrumpidas mentiras a la hora de comunicar.

Estamos ante un gobierno de teflón al que nada lo moja. Al que nada se le pega. Al que todo le resbala.

Que no se hace cargo de absolutamente nada. Y que, para sostener este relato fantasioso y autoritario acusa de fascismo a todo el resto. 
Los fascistas y los autoritarios son los otros. 
Una pesadilla surrealista donde cada uno es el fascista del otro. Mentir se convierte en la forma de administrar la realidad y, así, recurren a la distorsión de la realidad y a la falsedad ideológica de manera sistemática. Pisotean la verdad con total indiferencia con mucho método y persistencia. Joseph Goebbels hubiera estado muy orgulloso de ellos. Conozco pocos casos de alumnos tan ejemplares. 
Y, con esta consistencia, atacan a los medios no afines, al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires -donde según ellos se concentra toda la clase oligárquica opositora -, a los pocos pensadores independientes que quedan y a todo aquel que no consienta con su forma “ejemplar” de gobernar. Incluso a jueces y a fiscales. 
Ahora estamos llegando al punto donde “bandas anónimas” atacan oficinas públicas del Gobierno de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Las bandas callejeras de Clodio que marcaron el comienzo del fin de la República Romana. 
Siempre se puede aprender de la historia para quien decida abrevar en ella. 

Adiós a la democracia.

No somos conscientes, pero vivimos intercambiando dosis diarias de libertad por determinadas cantidades de seguridad. Este es el más claro beneficio -y el cost- que significa vivir en una sociedad. Un delicado equilibrio. 

Pero la pandemia exacerba el desequilibrio. Convierte a esa seguridad en un valor supremo por encima de cualquier otro; incluso por encima de las libertades individuales. De la libertad. También por encima de algunos derechos humanos básicos y universales como, por ejemplo, la educación de calidad. O el derecho a dar a luz en paz para algunas poblaciones formoseñas. O la vida en casos de represión y de barbarie policial. Es notable cómo los organismos y organizaciones de derechos humanos brillan por su ausencia. Y por su silencio atronador.

Apenas comenzada la pandemia la primera solución que les vino a la mente a nuestros gobernantes fue privarnos de toda nuestra libertad. Encerrarnos. Armado de decretos de necesidad y urgencia (cedidos de una manera muy inocente por una oposición ausente y asustada), el poder ejecutivo hizo a un lado al Congreso y dictó una cantidad récord de decretos. Muchos de ellos altamente cuestionables desde el punto de vista legal. Ni hablar desde el punto de vista republicano. 

Como las fronteras abiertas y el comercio demasiado interdependiente también son parte de esta amenaza, debemos encapsularnos. Volvernos crisálida. Como además nos enfrentábamos a un nivel muy bajo de reservas junto con fuertes restricciones de acceso a dólares genuinos, cerrar la importación pareció ser hasta una solución potable para las mentes limitadas que gozaron implementando todas estas medidas. “Vivir con lo nuestro” sería uno de los tantos eufemismos acuñados para distorsionar la situación. 

Mucho peor. Comienza a hacerse explícita la idea -amenazante- de que debemos abandonar ciertas ideas obsoletas de formas de gobierno y de partidos políticos. A medida que los partidos políticos se atrofian y las economías se hunden, la democracia peligra. Muere de necrosis. Sus tejidos se van muriendo desde dentro por falta de irrigación democrática; allí donde no los podemos ver. Tarde o temprano, un médico querrá amputar esos tejidos. O los miembros. La democracia muere y no hacemos nada por salvarla. Resguardados en nuestros capullos la vemos morir, pero preferimos eso a exponernos nosotros. Y no actua    mos.

 Adiós a la normalidad

Decía al principio que, aunque se supere la crisis sanitaria a nivel global en un par de años o antes, las otras consecuencias probablemente nos persigan por algo más de una década. Es momento de abandonar, a nivel global, la ilusión absurda de “volver a la nueva normalidad”. ¿Qué sería una “nueva” normalidad? ¿Qué significaría volver a alguna forma de normalidad?

La normalidad, la nueva normalidad o cualquiera de todas sus variantes están fuera de stock. Y lo estarán por muchos años más. Sólo nos queda entonces reinventarnos, adaptarnos, cambiar. No podemos sentarnos a esperar a que políticos ignorantes, obsoletos y decadentes cumplan sus promesas de un retorno a un estado ideal que ya no existe más. Debemos forjar nosotros mismos un futuro hacia una nueva forma de vida que “de seguro no será igual a la anterior. Ni mejor o peor. Sólo distinta.

Está en nosotros el no dejarnos atrapar por dicotomías perversas como “salud/economía” y “salud/educación”. 
Y, sobre todo, nos toca decidir a nosotros si esa ilusoria promesa de normalidad vale más que la democracia y la libertad. O que los derechos humanos universales pisoteados por la exacerbación de autoritarismo, neofascismo e hipervigilancia. Para mí no. ¿Para usted sí?
 

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