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El grande entre los grandes

En el Bolshoi la virtuosidad italiana y la elegancia francesa se amplificaron con el sentimiento ruso.
Sabado, 18 de septiembre de 2021 19:07

Por Israel Cinman

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Por Israel Cinman

 

Partí de Buenos Aires 39º y llegué con 20º, ¡pero bajo cero! Moscú con frío es Moscú.

Son las 14 de una nevada siesta de enero y prácticamente desde el aeropuerto, me trepo a un vagón del palacio subterráneo, el majestuoso metro moscovita. Voy veloz a reservar entrada para ver mi ballet preferido, en el teatro más importante del mundo.

Ya estoy soñando disfrutar “El Corsario” y en el Bolshoi.

Desciendo en la plaza roja, todo parece una película. Camino perdiéndome a gusto por sus calles colaterales, mientras veo cómo los rusos dibujan con la chimenea de sus alientos burbujas en el aire.

¡Allí apareció irrumpiendo! Imponente, haciendo gala de su nombre: Bolshoi (“grande”), está como mirando al cielo y acariciando la plaza Teatralnaya.

El grande entre los grandes se inauguró en 1825, se incendió en 1853, se reconstruyó en 1856. Desde 1918 fue también icono de celebración política de victoria sobre la burguesía inútil derrotada por los comunistas. En 1922 fue testigo de la fundación de la URSS. Aquí también, Lenin dio su último discurso.

En 1941 se lo evacuó debido a una bomba lanzada por los alemanes que derrumbó una pared lateral que estaba llena de esculturas de musas inspiradoras.

¡Cómo no querer conocer al monumento de la historia rusa! Solamente mirando la historia edilicia de este templo de la cultura podemos descifrar cómo los políticos de todas las ideologías necesitan apoderarse de los símbolos culturales para dejar su marca con afán de perpetuarse, sin saber que la historia del futuro tiene esos pasos de ballet que desconciertan.

Sergueiev, un coreógrafo historiador moscovita, me instruye para ver cada detalle de la gran obra. Hace 20 años que también es guía de este templo.

“Mirá, Isra, allí en el frente está la majestuosa entrada de columnas de piedra caliza, coronada por la escultura de Apolo que dirige una cuadriga al galope. Este es uno de los símbolos tan importantes, tanto como la iglesia de San Basilio, hasta en los billetes está el Bolshoi”, me cuenta orgulloso.

No podía ser de otra manera, Apolo es el dios de la poesía y las artes. Aquí el equilibrio es tan importante como un buen salto en el ballet.

“Tuvimos mucha restauraciones. Los diez palcos están recubiertos con laminillas de pan de oro, hay más de 50 kilogramos de oro. La seda natural y el terciopelo son las texturas dominantes”, continúa.

Me impactan esos sillones que recuperan la majestuosidad zarista.

Justo sobre el palco oficial el águila bicéfala sigue remontando a la Rusia imperial que busca resurgir sobre la revolución comunista.

A unos metros la cafetería de la época bolchevique sigue en pie, detrás de otro de los palcos.

“Stalin, en su afán de poder usaba al teatro como despacho también”, relata Sergueiev con un dejo de bronca.

¡Increíble estar pisando este lugar!

Un capítulo aparte son los telones, uno de ellos pesa más de 700 kilogramos con un bordado en dorado de la mítica hoz y el martillo.

“Ahora el teatro duplicó su superficie, tiene 80.000 metros cuadrados, gracias a una extensión subterránea, 330 nuevos espectadores que se suman a las 1.740 butacas rojo damasco”, Sergueiev me señala, amable, como si sus dedos fueran una varita de director de orquesta.

“Aquí todos podemos disfrutar del arte, pues hay entradas subvencionadas por solo tres dólares, el acceso al arte es un bien público no negociable”, me lo recalca, como preguntándome cómo es por Argentina.

“La última remodelación costó al estado casi 900 millones de dólares. Aquí trabajamos 3.000 personas. Es una empresa cultural, seguramente la más grande del mundo”, asevera Sergueiev, descartando que no hay nada parecido en el planeta.

El escenario y el foso de la orquesta es otra obra de arte en sí misma. Tiene una extensión de la plataforma principal de unos 30 metros por abajo, con las mismas dimensiones y con siete espacios móviles, una joya tecnológica actualizada permanentemente.

No me apuro para terminar la visita, aunque en pocas horas ya no estaré de visitante de las entrañas de esta catedral del arte. Estaré de espectador de mi más apreciada obra de ballet.

Regreso a la función y en la cola me encuentro con cientos de niños de no más de 10 años. Ya me cambió el humor, pensando que ellos no me dejarán disfrutar en tranquilidad.

Ya adentro es todo silencio, cuando de repente el pesado telón se levanta y empieza la historia en Adrianópolis, en la plaza del mercado, donde la bella Medora se vende a Pasha, por un traficante de esclavos; pero un pirata, escondido entre la multitud con sus compañeros, decide violarla y como en una catarata de suspensos transcurren los raptos, enamoramientos, desembarcos, peleas, desencuentros y traiciones. Estoy a toda emoción dentro de “El Corsario”.

Los bailarines logran hacer que hasta los latidos permanezcan en suspenso. Los niños hacen menos ruido que yo. La educación artística de ellos me tapa la boca y me amplía el alma. La cultura transforma espiritualmente.

Sigo disfrutando de mi gran pasión y vocación frustrada de ser bailarín clásico, aunque logré reemplazarla por ser bailarín de folclore. En nuestro “bolshoi” santiagueño, el club de bochas que con los repiques de bombos me enseñaba chacareras lejos de los “pas couru”, en fin... Casas más casas, menos igualito a mi pago.

Me despido del grande entre los grandes mientras en el hall, bailarinas invitan champaña con caviar ya que hoy 18 de enero -pero de 1825- se inauguró el Bolshoi.

Este espacio único, donde la virtuosidad italiana y la elegancia francesa se amplificaron con el inigualable sentimiento ruso. ¿Puede gustarnos lo que no nos enseñaron? 

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