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La transparencia en el Estado exige un “compliance" público

Miércoles, 23 de marzo de 2022 09:21

Se escucha, no sin razón, que la corrupción mata y si bien es absolutamente cierto que los efectos de la corrupción son dañinos, lo cierto es que nadie discute que no solo perjudica el buen funcionamiento y lealtad que debe regir en la administración pública, sino también que altera la competencia y perjudica las inversiones.

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Se escucha, no sin razón, que la corrupción mata y si bien es absolutamente cierto que los efectos de la corrupción son dañinos, lo cierto es que nadie discute que no solo perjudica el buen funcionamiento y lealtad que debe regir en la administración pública, sino también que altera la competencia y perjudica las inversiones.

Y si bien históricamente la corrupción fue vista como un asunto de funcionarios públicos que se aprovechaban de su cargo para exigir pagos indebidos a cambio de “favores”, lo cierto es que hoy ya no se discute que es una “cuestión de a dos”, es decir, participan también los particulares que pretenden obtener beneficios o ventajas de la administración. Por lo tanto, para un adecuado combate, necesariamente se debe atacar ambos extremos del problema. Tal es así que el Código Penal castiga con pena de prisión tanto al funcionario público que pide soborno como al particular que ofrece un pago a cambio de alguna ventaja, con la salvedad de que las penas suelen ser más altas en el caso del primero, por la fe que tal investidura conlleva.

Y es en virtud de ello que, en el año 2018 por imposición de la OCDE y a consecuencia de los escándalos judiciales de corrupción en la obra pública que salieron a la luz en la conocida “causa cuadernos”, nuestros legisladores sancionaron la ley de responsabilidad penal de las personas jurídicas, que permite a los jueces penales castigar a las empresas por los delitos de corrupción que cometen sus directivos y subordinados. Dicha ley también contempla la obligación, para aquellas empresas que licitan con el Estado, de contar con programas de compliance o de integridad.

Es decir, en virtud de dicha ley, tanto las empresas privadas como sus directivos son responsables penales por los delitos de corrupción que se cometen en nombre de la empresa. Pero, aparte, aquellas empresas que licitan con el estado tienen la obligación de implementar un programa de integridad y transparencia.

Tal vez sea útil recordar que un programa de integridad tiene la finalidad de prevenir, detectar o reaccionar ante posibles delitos de corrupción por parte de la empresa o de los empresarios. Solo a modo de ejemplo, sus elementos son, un oficial de cumplimiento, una línea de denuncias, análisis de riesgo periódicos, un código de ética, ciertos procedimientos o “due diligence” (comprobaciones debidas) de terceros, etc. También vale la pena señalar que son dos sus funciones más elementales: a) demostrar su responsabilidad social y transparencia para con la sociedad y b) ejercer una especie de barrera de prevención y/o protección frente a eventuales responsabilidades de la empresa por los ilícitos cometidos por sus directivos o subordinados.

Ahora bien, volviendo al inicio de la nota, de poco sirve exigirles a las empresas privadas, so pena de imponerles sanciones penales, que se autorregulen y que implementen normas de transparencia en su proceder, si del lado público no se exige y alienta de algún modo la ética, la transparencia y una voluntad manifiesta de combatir también la corrupción.

No desconocemos la existencia de la ley de ética pública que exige conductas y actitudes transparentes a los funcionarios, pero la misma no prevé ningún tipo de autocontrol que garantice cierto estándar de transparen cia. 

A tal punto es así que hasta donde alcanzamos a ver el único ministerio del Estado nacional que cuenta con un código de ética es el de Obras Públicas. Del mismo modo, otro de los elementos esenciales de cualquier programa de integridad debe ser una línea de denuncias en la cual miembros del propio organismo e incluso terceros puedan anoticiar de irregularidades que presencien, a efectos de que luego se implementen las medidas de contención y mejora de las que veníamos hablando. Y ello es poco accesible -por no decir nulo- en caso de entidades públicas. 

Ante dicha realidad, recientemente la Oficina Anticorrupción creó un nuevo programa federal para promover el diseño, implementación y evaluación de políticas de integridad y transparencia junto a las provincias y a los municipios cuyo objetivo, precisamente, es promover el diseño, implementación y evaluación de políticas de integridad. Recordemos que en 2019 la OCDE le “recomendó” a la Argentina que garantice un marco institucional de alta calidad en todos los niveles de gobierno

En virtud de tales compromisos internacionales la Oficina Anticorrupción está obligada a brindar las herramientas que permitan orientar el desarrollo de programas específicos que puedan diseñar e implementar una política integral de transparencia a nivel provincial y municipal. En efecto, los programas de integridad en los organismos públicos serían una excelente herramienta que, bien implementados y controlados, funcionarían como un obstáculo o medio de control para la discrecionalidad con la que muchas veces se mueven los funcionarios públicos. 

Por supuesto que no todos los elementos del programa se acomodan de igual forma en los organismos públicos; pero un buen comienzo sería comenzar a exigir códigos de ética que contemplen pautas básicas de comportamiento y sanciones adecuadas, capacitaciones periódicas y líneas de denuncias que promuevan, asimismo, el rápido accionar y contralor frente a situaciones de corrupción.

* “Compliance”: procedimientos adoptados por las organizaciones para identificar y prevenir riesgos operativos y legales 

 

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