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El arco político, en deuda con la institucionalidad

Jueves, 26 de enero de 2023 00:00

La institucionalidad está en crisis, con una gravedad inusitada y un perjuicio que se extiende desde el ámbito político a la economía, al prestigio del país, al respaldo social y a toda actividad e interés de la comunidad.

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La institucionalidad está en crisis, con una gravedad inusitada y un perjuicio que se extiende desde el ámbito político a la economía, al prestigio del país, al respaldo social y a toda actividad e interés de la comunidad.

Sin duda que el núcleo medular se halla en el sorprendente y nunca visto alzamiento del gobierno nacional contra el sistema republicano y la ley fundamental, que lo ha instaurado para la consecución del bien común y la garantía de derechos y libertades.

 El ciudadano, sorprendido, alarmado y exasperado, contempla el escenario público devastador, que parece conducir a la Nación a una aventura apocalíptica, con la expectativa y la esperanza de un vuelco hacia la razonabilidad y la sensatez de quienes forman la corporación política, conteniendo un grito de rebeldía ante tamaño desatino, que no quiere repetir con aquello de “que se vayan todos”. Y se pregunta cada día con menguada fe, si habrá algún sector de esa corporación, que sea capaz de ofrecerle algún atisbo de cordura, alguna muestra de prudencia y de responsabilidad cívica.

Como parte de esa ciudadanía desolada, y sin pretensión de asumir el rol de tribuno ni representación alguna, me desvela la conducta observada por los líderes y las agrupaciones partidarias de todo el arco político, unos consintiendo y acompañando semejante fraude a los afanes y anhelos de quienes trazaron el derrotero de una auténtica república, otros revolcándose en internas que, en algunos casos, se degradan a una riña por disputarse los retazos del poder.

El sentido del poder

De los primeros ya he tenido oportunidad de ocuparme en una columna reciente de este diario, en la que analizaba el aparente nacimiento de una reacción de políticos y mandatarios peronistas, a seguir los pasos de esa especie de flautista de Hamelin, que los conduce al abismo, con su embestida brutal a la República.

En el caso del resto de los líderes y agrupaciones partidarias, pareciera, en principio, que no ofrecen negación o afrenta a la institucionalidad, en cuanto no acompañan los ataques a los miembros de la Corte Suprema, ni al desconocimiento de las atribuciones y decisiones del Poder Judicial, o al ejercicio regular del Congreso y al respeto a la oposición y a las minorías. Pero las luchas intestinas, míseras y ramplonas por una candidatura, obligan a analizar el otro polo donde se asienta la institucionalidad.

Cabe entonces definir qué es el poder, cuál es su justificación, cuál su legitimidad y dónde reside.

El poder, el derecho de mandar, cualquiera que sea, está justificado por una finalidad, está destinado a hacer algo, responde a un para qué. Y el poder político que se materializa en el Estado, es la máxima expresión del poder, en cuanto se dirige a la comunidad en su conjunto y su finalidad es el bienestar de toda ella, término en el que se incluyen los valores socialmente pretendidos y aceptados, los derechos y las libertades reconocidos a todos, sin excepción.

Es decir, la justificación del poder político, ejercido por el gobierno de turno, reside en la prestación del bien común, que es la finalidad del Estado.

Esa finalidad está proyectada en una suerte de contrato, en el que se ha programado la serie de valores compartidos y la organización del poder que ha de concretarlos. Ese proyecto colectivo es la Constitución Nacional.

La legitimidad del poder

A la justificación finalista del poder político, le sigue y la respalda la legitimidad de ese poder, que reside y permanece exclusivamente en el texto constitucional. Sólo será legítimo el poder que se origine y se ejerza en concordancia absoluta, terminante, con cada una de sus normas y los principios, doctrinas e idearios que de ellas se derivan.

Esa legitimidad admite dos variantes: la legitimidad de origen, que se manifiesta cuando el poder se ha obtenido conforme con el mecanismo previsto en el ordenamiento jurídico y la legitimidad de ejercicio, que consiste en gobernar respetando rigurosamente las normas constitucionales que reglan las facultades e incumbencias atribuidas a cada poder, es decir a cada uno de los tres organismos en los que organiza el poder, y dentro de los límites que se les ha fijado a cada uno.

De modo que, en primer lugar, no podrá considerarse legítimo el poder que ejerza quien se alzara contra las normas constitucionales, desconociendo las atribuciones de los otros poderes, pretendiendo asumir la autoridad única, autocrática.

Y aquí es el momento de adentrarnos en lo que he anunciado como el otro polo donde se asienta la institucionalidad, lo que se ha denominado como la legitimidad sociológica del poder. Ya no se trata de un ámbito de normas legales, sino de un hecho cultural, que se manifiesta en el terreno en el que se encuentra la génesis, el origen del poder. Es lo que expresa la repetida locución: “el poder reside en el pueblo”. Y es allí donde la institucionalidad se consolida, en el consenso social, que se expresa en lo que la sociedad cree, en los valores que comparte, en los principios que respeta, en los sueños y afanes que asocian e identifican a sus integrantes, en el estilo de gobierno que pretende, en los objetivos que anhela y exige.

Ha dicho el eminente constitucionalista Germán J. Bidart Campos,: “Para la eficacia del poder hace falta que la sociedad comparta, en cierta dimensión y en determinadas etapas, y no desdeñe, el sistema de legitimidad que el poder legaliza, lo que dicho de otro modo significa que dicho sistema ha de reflejar -o por lo menos no herir ni contrariar frontalmente- el sistema de legitimidad que la sociedad auspicia o alberga en sus representaciones colectivas” (El Poder, Ediar, pág.45 Subrayado del autor). 

Una sociedad ofuscada

Y la sociedad argentina está hoy ofuscada con el estilo egocéntrico de la mayoría de los líderes y de las agrupaciones partidarias. A modo de ejemplo, mencionaré lo que he visto en reciente viaje por las provincias de Río Negro y Neuquén, situación que puede observarse en todo el territorio del país, comenzando desde los despachos del gobierno nacional.

En Río Negro, el radicalismo prácticamente ha devastado a Juntos por el Cambio, convirtiéndose en especie de colectora de Alberto Weretilneck, sin importarle que éste haya apoyado con fidelidad inigualable, cada medida o antojo del kirchnerismo. En Neuquén, una fracción del PRO, pasó a las filas de Javier Milei, otra a apoyar a Rolando Figueroa, actualmente diputado nacional por el MPN, pero en acuerdos con el peronismo. Una tercera fracción de Juntos por el Cambio se encuentra en tratos con Ramón Rivero del Frente Neuquino.

Los intereses codiciosos de algunos políticos, las arengas enardecidas de otros, que responden al propósito engañoso y espurio de conquistar votantes enojados, junto con los saltos de los tránsfugas, están abriendo esas heridas que refiere Bidart Campos, en una ciudadanía contrariada con la falta de respuesta a la falla del sistema, y ansiosa por una institucionalidad que repare la decadencia de la Nación.

En definitiva, es preciso, impostergable y de exigencia imperativa, que sin excepción todo el arco partidario argentino asuma la responsabilidad de postergar sus intereses personales o de facción y de conducirse en esta hora aciaga de la República, con la dignidad y la grandeza que reclama la necesidad apremiante de fundar una base institucional ejemplar, con la solidez de un bastión que resista los embates de los codiciosos del poder totalitario.

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