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Lo esencial, ¿es invisible a los ojos?

Domingo, 29 de enero de 2023 02:39

¿Cuándo comenzó a cambiar todo? ¿Cuándo se torció todo? ¿Fue en algún momento exacto, aunque desconocido y no identificable, o solo comenzamos a deslizarnos, sin darnos cuenta, por una pendiente peligrosa y resbaladiza que nos ha traído a esta forma de abismo ahora irreversible? ¿Cuándo comenzamos a perder de vista lo importante y nos focalizamos en lo absurdo; en lo perverso o en lo cuaternario? ¿Cuándo dejamos de cuidar y de respetar a los que nos enseñan; cuándo dejamos de proteger a aquellos que arriesgan sus vidas por cuidar las nuestras? ¿Cuándo nos torcimos todos?

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¿Cuándo comenzó a cambiar todo? ¿Cuándo se torció todo? ¿Fue en algún momento exacto, aunque desconocido y no identificable, o solo comenzamos a deslizarnos, sin darnos cuenta, por una pendiente peligrosa y resbaladiza que nos ha traído a esta forma de abismo ahora irreversible? ¿Cuándo comenzamos a perder de vista lo importante y nos focalizamos en lo absurdo; en lo perverso o en lo cuaternario? ¿Cuándo dejamos de cuidar y de respetar a los que nos enseñan; cuándo dejamos de proteger a aquellos que arriesgan sus vidas por cuidar las nuestras? ¿Cuándo nos torcimos todos?

"No se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos". ¿Volveremos a mirar con el corazón? ¿Alguna vez lo hicimos? "Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante"; nos enseña, desde niños, "El Principito". ¿Cuánto tiempo pasamos con nuestros educadores? Tiempo en serio; de calidad; tiempo de aprendizaje genuino y duradero. Atentos a colectar enseñanzas verdaderas; no contenidos inservibles o militancias, siempre indecentes, improcedentes y perversas. La educación es un tiempo de siembra que permite cosechar -más tarde- en el momento de la necesidad -siempre acuciante y nunca inmediata-. Como la fábula de la hormiga y la cigarra.

Me he ocupado en muchos espacios como este a retratar y a advertir sobre el estado -terminal- de la educación. De la educación en general y de los educandos y educadores, en particular. De todo el sistema educativo. El estado de gravedad alarmante de un sistema educativo que no educa, que no prepara al alumno al mundo que viene y que, no en pocos casos, está en manos de educadores que no tienen vocación de educar. O en manos de educadores que ponen su destino y su futuro, a su vez, en manos de personajes como Roberto Baradel. No justifico, por esto, ningún distanciamiento de la educación; mucho menos la ruptura autodestructiva que vivimos con nuestros educadores. Quizás, ellos también se han apartado de su camino -y de sí mismos- al elegir que los guíen y representen militantes de la deseducación. También sé que resulta poco motivador querer rescatar a quienes muestran tan poco interés por su propio futuro. Sin embargo, debemos seguir intentando ir al rescate del sistema educativo. Amelie Nothomb sentencia con una precisión maravillosa: "El enigma del mal no es nada comparado con el de la mediocridad". Pocas palabras nos retratan con mayor crueldad o mejor precisión que estas. Quizás no podamos evitar la maldad imperante en este país; si podemos luchar con uñas y dientes contra la mediocridad reinante. Pido perdón por caer en la injusticia de la generalización. Pido perdón a las honrosas excepciones, esas que me consta que existen. Pero la ley de los grandes números es ineludible. El promedio que arrojan las incontables muestras es inapelable. Irrefutable. Poco bien no compensa tanto mal.

¿Y los sanadores?

Y, así como debemos ir al rescate de nuestros educadores; también tenemos que ir al rescate de nuestros sanadores. ¿No sentimos vergüenza, acaso, de nuestra propia inconducta? Los hemos traicionado, como Judas, por mucho menos que sus treinta monedas de plata. Los hemos abandonado apenas un instante después de habernos puesto a salvo. Como si, ahora, pudiéramos prescindir de ellos. Claro, hasta que los volvamos a necesitar.

Como con nuestros educadores, ¿cuánto tiempo pasamos con nuestros sanadores? ¿Les sostuvimos la mirada, acaso, en un gesto de profundo agradecimiento cuando ellos se exponían por nosotros al contagio o cuando exponían al contagio a sus familias y seres más queridos? ¿Los abrazamos -con el corazón- cuando con su entrega nos cuidaron y nos curaron? Es cierto; los aplaudimos. Seamos justos y convengamos que lo hicimos de una manera demasiado tibia y por un lapso muy breve. Ese aplauso miserable fue todo nuestro reconocimiento. Después, nos olvidamos de ellos. Los abandonamos a su suerte. Como solemos hacerlo con todo y con todos.

He hablado, varias veces en este espacio, de la conducta indecente, perversa y que ha orillado casi al genocidio en el manejo de la pandemia por parte de un gobierno insensato e insensible. Un gobierno que nos adormeció con su irracionalidad; con sus mentiras; con un dolo que por momento parecía flagrante; con sus imprudencias o con sus declamaciones imprudentes. No vale la pena redundar en el manejo mentiroso, publicitario, fascistoide, indecoroso, falaz y chapucero en el que convirtieron cada día de miedo para casi todos; de agonía para muchos; de muerte en la más absoluta soledad para muchos otros más. Tampoco en la fiesta inmoral de Olivos; esa tras la cual nunca hubo resarcimiento más allá de una burla pecuniaria que jamás saldó la deuda moral, esa que aún hoy sigue acumulando intereses morales. ¿Para qué ahondar en las filminas mentirosas; en las declamaciones voluntaristas que no tuvieron correlato alguno con la realidad; en el dedo acusador o en los tonos amenazantes? Se van a cumplir tres años del día que el presidente de la Nación anunció "el final de la Argentina de los vivos que pasan por sobre los bobos". Hoy los vivos campean y marchan sobre los cadáveres de los bobos.

Sí vale la pena ahondar, en cambio, en el ejército silencioso de médicos; anestesistas; enfermeros; técnicos de laboratorio y de imágenes; camilleros; auxiliares de todo tipo; personal de limpieza y de mantenimiento de todas las instituciones sanitarias; choferes de ambulancias; administrativos de la salud; o las plantillas exhaustas de las salas de terapia intensiva de todo el país; quienes demostraron con una conducta abnegada, un marcado contraste con toda esta canallada; con todo ese indolente descuido.

Un ejército de sanadores; personas iguales a nosotros que pusieron su cuerpo entre el virus y cada uno de nosotros. Personas que arriesgaron sus vidas en silencio. Que callaron su miedo al contagio propio o de sus seres queridos, quienes exponían de manera indirecta pero ineludible. Ese cuerpo silencioso que fue "condecorado" con la etiqueta de "personal esencial". Título y etiqueta que no les valió de nada. No les sirvió de nada. Como bien dice un video que se hizo viral por estos días; con los aplausos no se come. Con el título de "personal esencial" tampoco. El supermercado sube tanto para ellos como para todo el resto de los habitantes de este país sufriente. La inflación no discrimina entre esencial y no esencial. Los impuestos tampoco. Hoy nadie lo hace.

Sólo que ellos arriesgaron sus vidas para que nosotros nos pudiéramos encerrar en la seguridad de nuestras casas. Ahora, pasada la emergencia, a los tibios aplausos del comienzo le sigue un oprobioso olvido y un más vergonzoso silencio. Nos olvidamos de ellos. Les damos la espalda. El sistema sanitario está todo roto; también en estado terminal. Lo sabemos. Aunque preferimos hacer como que lo ignoramos.

Se aprueban bonos y paritarias para choferes de camiones; para encargados de edificios; para bancarios. Quizás merecidos. No lo sé. No se trata de igualar para abajo; nunca. Pero no podemos permitirnos que se deje de lado a nuestros sanadores. Se aprueban bonos y paritarias para todos menos para ellos. Hoy los vemos en las calles; mendigando un aumento. Mendigando un bono. Apelando a nuestra memoria y reclamando nuestro reconocimiento. Mendigando poder vivir con dignidad. ¿No lo merecen? ¿No se lo ganaron, acaso? El sueño de "m´hijo el dotor" hecho añicos. ¿Quién va a querer imitarlos?

Ser médico -bueno- lleva no menos de diez años de estudio y de un enorme sacrificio sostenido. Por lo general, agotador. No somos capaces de reconocer el esfuerzo personal que hicieron para destacar y salir de la mediocridad generalizada de este país hundido hasta la nariz en un pozo séptico; tampoco valoramos el sacrificio que hicieron poniendo sus vidas en peligro para cuidarnos a nosotros. De nuevo me viene a la cabeza la sentencia de Amelie Nothomb: "El enigma del mal no es nada comparado con el de la mediocridad".

Que no sean invisibles

Un pueblo sin salud carece de presente. Un pueblo sin educación carece de futuro. Un pueblo sin respeto por sus educadores ni por sus sanadores no es una sociedad cuerda. Un pueblo que no recompensa el esfuerzo, el mérito, el saber, el sacrificio; es un pueblo condenado al fracaso colectivo. Quizás no lo sepamos; quizás siquiera no lo intuyamos; pero todo parece indicar que podríamos estar habitando un país que no existe más.

Orhan Pamuk inicia su libro "Las noches de la peste", con sabiduría, con una cita de León Tolstói extraída de "Guerra y Paz": "Ante un peligro que se avecina, dos voces hablan a la vez con fuerza en el alma del hombre: una dice con mucha razón que debe valorar la naturaleza del peligro y la manera de librarse de él; la otra dice con aún mayor razón que es demasiado duro y difícil pensar en el peligro y que además, dado que prever y salvarse del curso de los acontecimientos no está en la mano del hombre, lo mejor es olvidarse del peligro hasta que no se presenta y pensar en las cosas agradables". Parece que, en nosotros, gana siempre la segunda voz por sobre la primera.

Dios quiera que no arrecie una próxima pandemia. Dios quiera que, si arrecia, los médicos se olviden de nuestro olvido. Dios quiera que haya médicos. Dios quiera que esos médicos hayan aprendido de los pocos buenos educadores que todavía quedan. Dios quiera que esos buenos médicos quieran volver a jugarse el pellejo por nosotros, sabiendo que, al final, los habremos de olvidar como siempre. Como siempre ha sido. Creo que fue Sartre quien dijo: "Lo más aburrido del mal es que a uno lo acostumbra". Está mal que los esenciales sean invisibles a nuestros ojos. Peor aún que nos tenga sin cuidado.

 

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