El Día del Inmigrante no nació de la nada y fue el propio Juan Domingo Perón quien lo decretó, recordando una disposición del Primer Triunvirato en 1812 que ofrecía “inmediata protección” a toda persona que quisiera echar raíces en estas tierras. Ese espíritu de apertura, de cobijo, de abrazo a lo diverso, marcó a fuego la identidad nacional.
No es una fecha menor, en tiempos de discursos extremos que levantan muros en lugar de tender puentes, recordar que la Argentina se hizo grande sumando el esfuerzo de los inmigrantes es casi un acto de resistencia.
Las historias son muchas. Italianos que llegaron con lo puesto, españoles que soñaban con tierra propia, árabes, indios, uruguayos y japoneses que buscaron un nuevo amanecer, bolivianos y venezolanos que aún hoy cruzan fronteras empujados por la necesidad. Detrás de cada apellido extranjero que escuchamos en Salta o en cualquier rincón del país, hay una trama de luchas, esperanzas y proyectos.
La Fundación Migrar lo resume bien, Argentina es un país de inmigrantes y no hay identidad nacional sin colectividades. Aun así, los prejuicios siguen pesando. La xenofobia golpea y duele. Pero este día nos recuerda que la integración, el respeto y la convivencia son más fuertes. Que el futuro se construye uniendo, no excluyendo.
Un espejo de nuestra historia
¿Por qué vinieron? Porque había hambre, guerras, falta de oportunidades. Y porque aquí había promesas de trabajo, de paz, de crecimiento. Y, también, porque Argentina los necesitaba. Vinieron con valijas repletas de sueños, aunque muchas veces encontraron viajes infames en barcos hacinados, trabajos duros y discriminación. Aun así, resistieron y dejaron huellas imborrables en la cultura, en la gastronomía, en la música, en la forma de hablar.
En un mundo donde los discursos de odio parecen multiplicarse, hablar de inmigración es defender lo que somos, una mezcla viva de pueblos y costumbres. Celebrar el Día del Inmigrante no es un formalismo, es reafirmar la idea de que nadie sobra, de que todos tenemos un lugar.